El Mercedes y el quiosquero

La beligerancia que no cesa en las redes contrasta con las relaciones cotidianas, menos sectarias, más humanas

Un quiosco de prensa en la Gran Vía de Madrid.CLAUDIO ÁLVAREZ

Tenía que escribir de Twitter, pero de pronto un Mercedes se paró en la acera de enfrente, en una zona de carga y descarga. Era azul oscuro, reluciente, y de él se bajó un señor mayor, muy mayor, que tuvo que ayudarse de un bastón para salir del asiento del conductor. Puso los intermitentes de emergencia y se dirigió a un quiosco de prensa con el toldo rojo. Las personas, por lo general de edad, que a esa hora de la mañana esperábamos el autobús 146 en la calle de Alcalá, casi a la altura de Ventas, justo al lado de una sucursal de La Caixa siempre atestada, nos quedamos mirando la escena con ...

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Tenía que escribir de Twitter, pero de pronto un Mercedes se paró en la acera de enfrente, en una zona de carga y descarga. Era azul oscuro, reluciente, y de él se bajó un señor mayor, muy mayor, que tuvo que ayudarse de un bastón para salir del asiento del conductor. Puso los intermitentes de emergencia y se dirigió a un quiosco de prensa con el toldo rojo. Las personas, por lo general de edad, que a esa hora de la mañana esperábamos el autobús 146 en la calle de Alcalá, casi a la altura de Ventas, justo al lado de una sucursal de La Caixa siempre atestada, nos quedamos mirando la escena con atención. Y cuando, unos minutos después, el señor del Mercedes regresó a su vehículo con el diario Abc en una mano y la garrota en la otra, surgió una tertulia improvisada entre desconocidos.

—Me parece a mí —dijo una señora— que ese hombre ya no está en condiciones de conducir.

—Pero mire usted qué bien se las ha apañado, y con qué tranquilidad —respondió otra.

—Y vaya Mercedes… —terció un tercero, dejando los puntos suspensivos al libre albedrío del resto.

La tertulia siguió una vez dentro del autobús, siempre en términos correctos, y uno, que seguía teniendo en la cabeza la columna de Twitter, pensó: vaya diferencia. A nadie se le ha ocurrido poner el grito en el cielo porque el señor mayor haya aparcado en zona prohibida, ni porque el Mercedes —ese viejo símbolo de la ostentación patria, orgullo de toreros y terratenientes— haya usurpado el lugar de las sufridas furgonetas de reparto. Unos minutos antes, Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos, se había despertado levantisco y publicado un tuit en el que coloca en la misma balanza a Rusia y a Ucrania, a Putin y a Zelenski, a las bombas que en ese momento estaban hiriendo a la población en el centro de Kiev y al ejército de un país invadido. Pero lo peor no era el tuit inoportuno —sobre todo para los suyos— de Monedero, sino la constatación de que la polarización es tal que da igual lo que digan los líderes respectivos del cotarro, por disparatado que resulte.

Es costumbre española no dudar jamás de los nuestros ni conceder un respiro al adversario. La prueba se sirvió en directo. La presidenta de la Comunidad de Madrid acudió a una tele amiga y reconoció —no se sabe si queriendo o porque se hizo un lío— que el “mando único” de las residencias de Madrid lo tuvo ella y no Pablo Iglesias, incluso añadió: “No puedo sentirme orgullosa”. Pero no hay cuidado. “Los que llevan dos años y medio agarrados a la brocha y ahora se han quedado colgados”, escribió en su cuenta de Twitter Alberto Moyano, “intentarán convencerla de que no, de que la gestión era cosa de Iglesias. La mezcla de fanáticos e idiotas, que prolifera”.

Así que, de regreso en el 146, y ya que en Twitter la guerra de forofos seguía empatada, decidí indagar. Algo me hacía suponer que aquella escena que a los aburridos pasajeros de la marquesina nos había llamado la atención no era casual. Y, en efecto, no lo era. Cada día, desde hace años, el señor del Mercedes —un antiguo trabajador del barrio al que le fue bien en su oficio— se acerca al quiosco del número 236 de la calle de Alcalá a por su ejemplar de Abc. En esos dos minutos, achaques para arriba y achaques para abajo, la garrota siempre en la mano derecha, el periódico pegado al pecho con la izquierda, hay algo más que una costumbre. Es un rito. El encuentro con el quiosquero, un señor amable que le pregunta por su salud, que lo conoce desde siempre, que también es un superviviente de un negocio que va a menos, pero que allí está, cada mañana, testigo del tiempo.

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