Señorita, la mascarilla
Hay quien bromea con que, como no se prodigan mucho por el transporte público, nuestros políticos se han olvidado de que la mascarilla sigue siendo obligatoria allí
La semana pasada, en el L2 de mi pueblo, el conductor estuvo a punto de dejar a un chaval en la parada porque no llevaba mascarilla. Al ver el percal y la cara del pobre muchacho, que cargaba con su mochila del instituto y una raqueta, los que estábamos dentro del autobús echamos rápidamente mano de nuestros bolsos y bolsillos para ver si podíamos ayudarle.
Ninguno de los pasajeros encontró un cubrebocas nuevo que ofrecerle, así que el chico terminó usando el que llevaba yo de repuesto, que estaba arrugado y manchado de maquillaje. Nadie se lo dijo porque bastante tiene el pobre conduct...
La semana pasada, en el L2 de mi pueblo, el conductor estuvo a punto de dejar a un chaval en la parada porque no llevaba mascarilla. Al ver el percal y la cara del pobre muchacho, que cargaba con su mochila del instituto y una raqueta, los que estábamos dentro del autobús echamos rápidamente mano de nuestros bolsos y bolsillos para ver si podíamos ayudarle.
Ninguno de los pasajeros encontró un cubrebocas nuevo que ofrecerle, así que el chico terminó usando el que llevaba yo de repuesto, que estaba arrugado y manchado de maquillaje. Nadie se lo dijo porque bastante tiene el pobre conductor con hacer cumplir normas cuyo porqué ni él mismo sabría explicar, pero la situación fue un poco ridícula.
Este jueves, en la misma línea de autobuses, una anciana que venía del mercado con su carrito lleno de frutas y verduras se montó sin mascarilla, así que el conductor la reprendió. La señora, muy amable, se disculpó mientras pasaba por la máquina su abono de jubilada.
Apenas había comenzado a hurgar en su bolso para buscar la FFP2 cuando otra anciana empezó a vocear no sé qué de la solidaridad y que había que ver, que todos sabemos que hay que ponerse la mascarilla, pero siempre hay algún tonto. Nadie le respondió que seguramente la única que estaba haciendo el tonto era ella, aunque a juzgar por nuestro lenguaje corporal, la mayoría lo pensábamos. Y nadie se lo dijo porque bastante tiene la pobre señora con su miedo y con sus ansias de cumplir con lo que los tertulianos le han contado que es ser un buen ciudadano: obedecer la legislación a pie juntillas, por absurda que parezca. Y, por supuesto, reprender duramente a quien no lo haga.
Quien coja habitualmente el transporte público estará acostumbrado a este tipo de escenas, a los ya clásicos “señorita, la mascarilla” de los vigilantes de seguridad, que a estas alturas lo dicen casi con vergüenza, y a que de cuando en cuando alguien le monte un pollo a otro alguien por olvidar o declinar la mascarilla. Una opción que, aunque no es mayoritaria, cada día está más extendida y es más comprendida por los que, aunque la sigan llevando diligentemente, se preguntan por qué en el transporte público sí, pero no en la cola del súper, en el cine, en un concierto o en la oficina.
La ministra nos dice que la obligatoriedad de usarla se acabará cuando lo digan “los expertos”, pero el caso es que algunos expertos se hacen esa misma pregunta. En su Twitter, el virólogo y consejero científico del Centro Nacional de la Gripe, Rafael Ortiz de Lejarazu, hablaba del “misterio de las mascarillas y el virus”. “Si no hay mascarilla en clase, ¿por qué en el autobús? Si no hay mascarilla en los súper, ¿por qué en farmacias? Si no hay en Air France, ¿por qué en Iberia para el mismo trayecto? ¿Distingue el virus entre las mismas personas y parecidas circunstancias?”, se preguntaba. Incluso Fernando Simón, el rostro de la expertocracia en nuestro país, declaró recientemente que, en este momento, “desde el punto de vista técnico, no tiene mucho sentido el uso de mascarilla en el transporte público”.
Hay quien bromea con que la realidad es que, como no se prodigan mucho por la Renfe ni el metro, nuestros políticos se han olvidado de que la mascarilla sigue siendo obligatoria allí. No lo descartemos.