Un metro cuadrado de texto

Los países de todo el mundo acaban de fallar en su intento de firmar un tratado oceánico tras dos semanas de negociaciones en la sede de Naciones Unidas en Nueva York

Imagen del mar en Niza, Francia, en febrero.Daniel Cole (AP)

Todos sabemos que el precio del metro cuadrado de suelo es un constructo social, es decir, que no depende de las cualidades del objeto sino del oportunismo del sujeto. El sujeto que lo recalifica, por ejemplo, o el que lo compra una hora antes de que el otro lo recalifique, y otros cuantos sujetos en puestos intermedios. Tal vez nuestra percepción esté condicionada por medio siglo de películas de Martin Scorsese, y hasta cegada por el brillo de series como Crematorio, basada en la natural...

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Todos sabemos que el precio del metro cuadrado de suelo es un constructo social, es decir, que no depende de las cualidades del objeto sino del oportunismo del sujeto. El sujeto que lo recalifica, por ejemplo, o el que lo compra una hora antes de que el otro lo recalifique, y otros cuantos sujetos en puestos intermedios. Tal vez nuestra percepción esté condicionada por medio siglo de películas de Martin Scorsese, y hasta cegada por el brillo de series como Crematorio, basada en la naturalista novela de Rafael Chirbes, pero el caso es que nos basta oír las palabras constructor y concejal en el mismo párrafo para que nuestra mente empiece a vagar por el jardín de los senderos que se bifurcan hasta tocar tierra firme en un paraíso fiscal.

Pero eso no es nada. El precio del metro cuadrado de mar es un concepto todavía más vaporoso y escurridizo. Un metro cuadrado de mar no está en ningún lado, ni tiene un contenido fijo, ni por lo general pertenece a nadie. Es cierto que hay aguas territoriales que se adjudican a un país u otro, pero eso es muy poca cosa en comparación con la inmensidad de los océanos procelosos, que siguen sin ser de nadie en sus dos terceras partes.

Los países de todo el mundo acaban de fallar en su intento de firmar un tratado oceánico tras dos semanas de negociaciones en la sede de Naciones Unidas en Nueva York. De salir adelante, el tratado habría creado unas enormes áreas marinas protegidas y habría promovido una normativa muy estricta para las industrias que explotan los recursos de esas aguas oceánicas internacionales. Eran objetivos ambiciosos, sin duda, pero los países miembros saben que serán necesarios tarde o temprano, y todos tienen intereses de uno u otro tipo en mantener la salud de esas aguas. El acuerdo podía haber salido adelante, y seguramente lo habría hecho de no ser por un problema peliagudo: los recursos genéticos. El océano está repleto de criaturas microscópicas que llevan cientos de millones de años evolucionando en sus entornos locales, y, por tanto, tienen genes especializados en mil tareas que pueden cambiar de aquí a cien metros más allá.

La inmensa mayoría de esta diversidad se debe a las bacterias y, sobre todo, a los virus que las infectan (virus bacteriófagos, o fagos para abreviar). Basta meter un cubo en el mar y secuenciar en masa todos los genes que hay allí para descubrir miles de nuevas especies de microorganismos cada día, y el ritmo de esos hallazgos no da signos de saturación. El valor de estos recursos biológicos es literalmente incalculable, o sea, que no hay forma de calcularlo. Pero las invenciones genéticas del dios Neptuno ya han generado estrellas farmacológicas tan fulgurantes como el remdesivir, el primer tratamiento aprobado contra la covid, y el Halaven, un fármaco antitumoral derivado de una esponja marina japonesa, y que está vendiendo 300 millones de dólares anuales.

Así que los países del mundo se han dejado escapar un tratado oceánico ambicioso y factible porque no han logrado acordar el precio del metro cuadrado de mar, o quizá del metro cuadrado de un texto (gattaca...) escrito en el lenguaje de la evolución. ¿Hay algún matemático en la sala?

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