Paripé

Es curioso cómo, si uno trabaja o pasa muchas horas en casa o tiende peligrosamente hacia la misantropía, termina viviendo lentamente la vida de sus vecinos

Oficinas y viviendas iluminadas en la zona norte de Madrid, en una imagen de septiembre de 2021.Luis Sevillano

El escritor Javier Montes escribe sobre Javier Marías en Eldiario.es un artículo que titula ¿Quién no habría querido vivir en el Madrid de Javier Marías? En él cuenta que desde su casa se ve el tejado del edificio en el que estaba la de aquel, en la plaza de la Villa, y esa luz se quedaba encendida todas las noches. Suponía Montes que a esas horas Marías “velaba y trabajaba”, e incluso le hacía sentir culpable cuando regresaba de fiesta y allí estaba la luz ...

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El escritor Javier Montes escribe sobre Javier Marías en Eldiario.es un artículo que titula ¿Quién no habría querido vivir en el Madrid de Javier Marías? En él cuenta que desde su casa se ve el tejado del edificio en el que estaba la de aquel, en la plaza de la Villa, y esa luz se quedaba encendida todas las noches. Suponía Montes que a esas horas Marías “velaba y trabajaba”, e incluso le hacía sentir culpable cuando regresaba de fiesta y allí estaba la luz encendida del gran novelista español, marcando las diferencias entre él y los demás. Lo cierto es que Marías, a esas horas, disfrutaba de su tiempo libre, o eso contó una vez en una entrevista: después de cenar, y hasta aproximadamente las tres de la mañana, aprovechaba para leer, escuchar música o ver películas. Que no es otra cosa para un novelista que trabajo inconsciente: el mejor del mundo. Se despertaba a las once.

Es curioso cómo, si alguien trabaja o está en paro y pasa muchas horas en casa, o tiende peligrosamente hacia la misantropía y goza de un empleo que se lo permite porque cuando se relaciona con la gente sólo puede hacerlo bebido o drogado, termina viviendo lentamente la vida de sus vecinos; termina sabiendo a qué hora se apagan las luces de los pisos del edifico de enfrente, a qué hora se escuchan los telefonillos de los pisos de la misma planta que la suya, a distinguir los olores de las cocinas que llegan por el patio interior: “Este es del segundo, este es el de cuarto, a la del tercero la vi por la ventana subir con la bolsa de la pescadería pero siempre come a las tres, aún estoy a tiempo de blindar la casa o mudarme a otro país”. Incluso los ruidos de su propio piso: el quejido de la madera del pasillo, una cañería, qué ventana ha crujido; se acaban conociendo a las cosas tan bien como a uno mismo. Eso, y lo dice Montes en su obituario de Marías (“al pasar bajo sus balcones por la noche echaré en falta la luz y la compañía”), también es una forma de no sentirse solo.

En mi caso se trata de una curiosidad poco profesional: de una curiosidad emocional o afectiva. Durante años, tuve unos vecinos a los que veía a poca distancia; bastaba levantar la mirada del ordenador para verlos a ellos trabajando (tenían el despacho en casa); me sabía sus rutinas, escuchaba su música, y cuando yo tenía que escuchar la mía y bailar, o fingir que cantaba, bajaba las persianas porque me parece muchísimo más íntimo bailar solo en casa, gritando las canciones preciosas en un álbum de mierda que te ponen contento, que follar. Un día, los vecinos no estaban y cuando se subieron las persianas pude ver el piso vacío; sólo entonces, cuando retiraron la placa de su empresa en el portal, supe a qué se dedicaban: nunca me había interesado. En las últimas semanas, frente a mi casa, en un edificio con balcones, se han instalado unos chavales que ven amanecer el sábado o el domingo bebiendo y fumando con sus amigos. Mi luz, para ellos, quizá sea la luz de un tipo que se despierta a las seis de la mañana para ponerse a ganar el Nobel, y si hay un aspirante a escritor entre ellos quizá se sienta culpable; pues bien: tranquilo, no hago nada, sólo miro Instagram, leo prensa rosa y espero a las 7.30 para ir a comprar el desayuno y volver a meterme en la cama. Incluso solo no puedo evitar hacer el paripé.

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