Nostalgias de paz y proyectos de guerra
El fanatismo nacionalista de Putin responde a un sentimiento popular, arraigado en amplísimas zonas de la población e impulsado por el Kremlin, pero también por la arrogancia e imprudencia de la OTAN
Vosotros no visteis más que el Gulag y no los campos nazis de exterminio, o no visteis más que esos campos y no el Gulag, vosotros no veis más que la agresión rusa bajo el despotismo de Putin e ignoráis la política imperialista de los Estados Unidos; yo no soy uno de vosotros. Edgar Morin
Guardo todavía unos gemelos o pasadores para la camisa que me regalara hace un cuarto de siglo Javier Solana, entonces secretario general de la OTAN. Su valor no es sentimental, ni mucho menos material, sino exclusivamente político. En uno de ellos luce, negro sobre blanco, el nomb...
Vosotros no visteis más que el Gulag y no los campos nazis de exterminio, o no visteis más que esos campos y no el Gulag, vosotros no veis más que la agresión rusa bajo el despotismo de Putin e ignoráis la política imperialista de los Estados Unidos; yo no soy uno de vosotros. Edgar Morin
Guardo todavía unos gemelos o pasadores para la camisa que me regalara hace un cuarto de siglo Javier Solana, entonces secretario general de la OTAN. Su valor no es sentimental, ni mucho menos material, sino exclusivamente político. En uno de ellos luce, negro sobre blanco, el nombre de la OTAN. En el otro, el de un país que acababa de firmar un Acta Funcional de Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad con la Alianza Atlántica: la Federación Rusa. Sellaron el documento el presidente estadounidense, Bill Clinton, y el ruso, Boris Yeltsin. Solana fue principal protagonista de aquella negociación, que en cierto modo había comenzado en tiempos de Gorbachov, antes de la disolución de la Unión Soviética. Recordaba yo el evento, que pretendía alumbrar un nuevo orden basado en la paz y la cooperación, al tiempo que escuchaba decir en el Senado a Pedro Sánchez que no sabía qué iba a pasar con la guerra de Ucrania y echaba toda la culpa de nuestros males, desde la inflación a la crisis energética, a Putin. Ya en el franquismo los periodistas aprendimos que cuando no supiéramos qué editorializar, para quedar bien bastaba escribir cualquier cosa bajo el título “Rusia es culpable”. Uno cumplía así con sus obligaciones de buen español y experto analista.
Está fuera de toda duda la culpabilidad de Putin en la invasión de Ucrania, un auténtico crimen y, peor aún, un error que no cesaremos de condenar. Pero los gobiernos europeos tienen ante sí la obligación no solo de denunciar, perseguir y castigar a los culpables, sino de esforzarse por resolver el conflicto y trabajar por un alto el fuego. No lo están haciendo. La guerra no es un evento casual, ni imprevisto. El responsable de la política exterior de la UE se mostró hace días sorprendido de que se hablara más de sus consecuencias que de sus causas. De lo que no se habla, salvo excepciones, es de cómo parar las hostilidades y evitar la continua sangría de vidas humanas y el enorme destrozo de bienes materiales. Cuantos lo han hecho, del Papa Francisco a Segolene Royal, han sido acusados de apoyar a Putin cuando no de complicidad con él.
La muerte de Gorbachov ha motivado un sinfín de comentarios justificadamente elogiosos para el antiguo líder que, al intentar salvar la continuidad de la Unión Soviética, la destruyó. Pero cualquiera que haya visitado Moscú desde entonces ha podido ser testigo de la creciente hostilidad de la opinión pública rusa hacia su figura. El fanatismo nacionalista de Putin no es un desvío intelectual de suc arácter. Responde a un sentimiento popular de agravio frente a Occidente, arraigado en amplísimas zonas de la población e impulsado por las políticas del Kremlin, pero también por la arrogancia e imprudencia de la OTAN.
La amistad firmada por Clinton y Yeltsin no impedía formalmente la extensión de la OTAN hacia la Europa del Este. Incluso algunos acariciaron la idea de que la propia Rusia perteneciera a la organización. Pero conocedores de las conversaciones aseguran que el apoyo de Gorbachov a la reunificación de Alemania incluyó un acuerdo respecto a la desnuclearización de Ucrania (que se llevó a cabo) y la aceptación implícita de que este país y Bielorrusia se mantendrían fuera de la Alianza. Ya con Putin en el poder la OTAN continuó su veloz ampliación hacia el Este, mientras denunciaba incumplimientos de Moscú, como el mantenimiento de tropas en Transnistria (Moldavia), el supuesto despliegue de cohetes nucleares en Kaliningrado, una suspensión temporal de suministro de gas a Ucrania, o el ataque cibernético a Estonia como represalia por la eliminación de un monumento en honor de las tropas soviéticas de la Guerra Mundial. Pero la fractura que ha conducido a lo que ahora vivimos comenzó en 2008, en la reunión del Consejo General de la OTAN en Bucarest, siendo ya miembros de la Alianza la mayoría de los antiguos miembros del Pacto de Varsovia. El presidente Bush convocó una reunión de jefes de Estado y Gobierno, sin ayudantes ni intérpretes, en la que se aprobó la invitación a Ucrania y Georgia para entrar en la organización, pese a la advertencia hecha por Putin de que su país no lo admitiría. “Imagínense, una base de la OTAN en Sebastopol, sede de la Armada rusa”, llegó a decir. Luego vinieron las disensiones internas en Ucrania, las luchas entre prooccidentales y prorrusos, alentadas y sostenidas tanto por Washington como por Moscú, el Euromaidán, la anexión de Crimea, la guerra civil en Donbás y el apoyo ruso a los rebeldes. Pero también el fracaso de la OTAN y Estados Unidos en Afganistán e Irak. No parece excesiva la sugerencia de Edgar Morin según la cual nos encontramos ante un conflicto entre dos imperialismos, el americano en declive, y el ruso imposible. Pero la resolución de la OTAN en su reunión de Madrid, calificando a China como un rival sistémico y a la inmigración ilegal como una amenaza, pone el acento en lo que verdaderamente importa. La Unión Europea se ha sumado con sorprendente énfasis a la resurrección de la Guerra Fría que alienta la Casa Blanca, y renuncia a jugar un papel autónomo y equilibrador en las relaciones con Pekín.
Pedro Sánchez no sabe lo que va a pasar con la guerra, pero esta no es fruto de una conmoción natural sino fruto de políticas equivocadas y perversas. Por eso lo que pase depende en gran medida de la política que adopten los gobiernos europeos, entre ellos el suyo. La ayudas en armas y tecnología al Gobierno de Zelenski, que superan ya los diez mil millones de dólares, han servido para frenar en cierta medida el avance ruso pero también para prolongar y cronificar el conflicto con un alto precio para la población. Repetiré una vez más que las guerras se sabe como empiezan, pero nunca cómo ni cuándo terminan. Suelen hacerlo con un pacto de rendición o de concesiones mutuas. Pero hoy por hoy la desinformación y el espíritu de cruzada son absolutos por parte de ambos bandos. La OTAN ha reemplazado y contaminado el pensamiento político europeo. O Europa recupera su autonomía, ahora todavía más en entredicho debido a la crisis energética, o el brillante papel que ha desempeñado en la Historia quedará para el relato de los libros de texto. No cesamos de oír a los políticos que Putin se ha equivocado porque ha querido dividir a Europa y está más unida que nunca. Sin embargo lo que se ve es un resurgir de los nacionalismos, los egoísmos y los intereses particulares y un sufrimiento acrecido de las poblaciones que impulsa el apoyo a soluciones autoritarias y de ultraderecha, como se ha visto en distintas elecciones y está previsto que se confirme en las italianas. El presidente Macron, casi el único líder europeo que ha tratado de buscar soluciones negociadas, ha reconocido abiertamente que Francia “está en esta guerra”. También nosotros lo estamos, aunque no se reconozca abiertamente y se haya decidido, como tantas otras cosas, por decreto ley. Sin que en los debates en el Parlamento, o en los medios de comunicación, se vea esfuerzo alguno por emprender el camino de la paz.