Gloria y piedad en tiempos de incertidumbre
Joseph Conrad decía que las cosas grandes de verdad nunca proceden de la reflexión y hablaba entonces del poder de la palabra
Suben los precios, hay una guerra en el este de Europa, las tensiones políticas crecen en todas partes, las altas temperaturas del último verano confirman que la naturaleza está herida y que el cambio climático no es esa entelequia que iba a suceder siempre después, más tarde, en un lejano porvenir. Las cosas no van bien. “Nada que sea verdaderamente grande en el sentido en que lo es lo humano —grande de veras, es decir, sus...
Suben los precios, hay una guerra en el este de Europa, las tensiones políticas crecen en todas partes, las altas temperaturas del último verano confirman que la naturaleza está herida y que el cambio climático no es esa entelequia que iba a suceder siempre después, más tarde, en un lejano porvenir. Las cosas no van bien. “Nada que sea verdaderamente grande en el sentido en que lo es lo humano —grande de veras, es decir, susceptible de afectar a un gran número de vidas— procede de la reflexión”, escribió Joseph Conrad en un prefacio familiar que colocó delante de su Crónica personal, donde reunió un puñado de textos en los que recordaba algunos episodios de su vida. Consideraba, en esas líneas, que “es preferible que la humanidad sea impresionable antes que reflexiva”, y luego hacía referencia al poder de las palabras, “palabras tales como Gloria, por ejemplo, o Piedad”. Y añadía: “No mencionaré ninguna más”.
Simplemente las dejó ahí, como colgando de una rama, sin dar mayores explicaciones. Resulta incómodo escuchar de Conrad una afirmación tan rotunda —que nada verdaderamente grande se haya hecho de la mano de la reflexión— en estos tiempos en que los populismos se sirven de manera tan rastrera de las emociones de la gente para colocar mensajes sobre la grandeza de los propios y de odio contra sus enemigos. Es muy raro que Conrad quisiera reclamar este tipo de irracionalidad como el camino idóneo para hacer cosas importantes. Seguramente pensaba, más bien, en que no hay forma de llevar a buen puerto los mejores proyectos solo con la fría luz de la razón, que siempre es necesario que consigan tocar el corazón de las personas.
Con argumentos y explicaciones y con las sutiles maniobras de la inteligencia no siempre se llega a todos. Por eso los políticos están obsesionados con dar con las palabras más eficaces para seducir a más personas e incorporarlas a sus proyectos. El poder de las palabras, eso decía Conrad. Y todavía son más necesarias en una sociedad de masas: como reclamo, como eslogan, como promesa, como ansiolítico.
Conrad apuntó dos de ellas. Si eligió gloria no lo haría por esos botarates que quieren conseguirla con solo brillar en los escaparates de la sociedad del espectáculo, ávidos por conseguir algo de fama. Como hombre de mar asociaría la gloria más bien a la que obtienen aquellos que tienen las agallas suficientes para enfrentarse a lo peor de una tormenta y que batallan hasta el fin por llegar a puerto cuando todo parecía perdido. Incluso tendría en cuenta la gloria del fracaso, la de haber perseverado en propósitos que se fueron a pique, pero por los que se peleó con grandeza y sin recurrir a trampas ni sobornos. Por lo que toca a piedad, quizá sirva para reconocer en el otro que estamos hechos de la misma materia y sentenciados todos a ser nada más que polvo. Gloria y piedad tienen algo de antiguo. Quizá hoy diríamos que la gloria es cosa de los que batallan con un poco de decencia y por piedad entenderíamos el afán de querer ser solidarios con los otros. La Unión Europea no siempre ha sabido conectar, demasiado amiga de la razón como piedra angular. Pero en estos tiempos tan duros debería escuchar a Conrad y recuperar los desafíos más nobles de lo que sigue siendo un gran proyecto.