Madrid y la ciudad vivible

Hay cambios que no escandalizan porque son lentos y progresivos, pero las privatizaciones y la desatención a la sanidad y la educación han hecho de la capital una urbe donde muchos viven peor

ENRIQUE FLORES

“A la sombra de una lenteja” o enclaustrados y horneados en habitaciones con aparato de aire acondicionado o ventilador, este verano muchos se han preguntado si su ciudad, pongamos Madrid, es una ciudad habitable, si las vidas que permite son más o menos vivibles. Porque quisiéramos ciudades en las que poder habitar sin este esfuerzo de ahora. Y no se trata solo de lo que una ciudad hace para afrontar el pronóstico científico y su transformación climática y mate...

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“A la sombra de una lenteja” o enclaustrados y horneados en habitaciones con aparato de aire acondicionado o ventilador, este verano muchos se han preguntado si su ciudad, pongamos Madrid, es una ciudad habitable, si las vidas que permite son más o menos vivibles. Porque quisiéramos ciudades en las que poder habitar sin este esfuerzo de ahora. Y no se trata solo de lo que una ciudad hace para afrontar el pronóstico científico y su transformación climática y material, sino de lo que lleva tiempo haciendo, de la estructura que ha ido asentando para responder a las inclemencias planetarias, coyunturales y sociales a través de sus sistemas públicos de atención y cuidado de las personas, los que son capaces de acoger sin que el requisito sean los números que definen tu cuenta bancaria para marcharte temporalmente a otro lugar más fresco o pagar servicios privados cuando el fuego acecha.

No seré aquí sospechosa de desafecto con Madrid. Quiero tanto a esta ciudad que incluso habitando en otras más hermosas y tranquilas Madrid ha sido siempre ese “allí” al que deseaba volver, quedarme, habitar. Soñaba con ella desde niña. Para muchos hijos de la educación pública crecidos en pueblos, imaginarnos en Madrid era imaginarnos habiendo cumplido parte de una expectativa; que esa inversión en recursos públicos facilitara que el hijo del pobre no repitiera el destino de pobre, que la educación abriera puertas y nos hiciera más libres e iguales para trabajar y vivir aquí o allí.

Porque en gran medida lo primero que una educación pública te enseña es que todo aquello que promueve una igualdad elevando y no achicando es positivo, que lo que acentúa la desigualdad es dañino para quienes la sufren y para la sociedad. Pero la educación pública también permitía (o debiera) romper esos que Simone Weil llamaba “compartimentos estancos”, en tanto condenas a resignarte al mismo estado y lugar. La educación pública que yo conocí tenía la habilidad de abrirlos, como una gimnasia que te ayudaba a elevar la cabeza sin miedo y ante la que el sensor de presencia activaba la puerta. No iba sola, sino hilada a la sanidad pública. Como pareja tejían un suelo de garantías que te acompañaba en el trance de salir de tu tribu y construirte con otros en el mundo.

Mis primeras visitas a Madrid de adolescente pusieron razones a lo que era un gusto más intuitivo que racional. Madrid parecía ser de todos los que allí llegaban. La diversidad que explotaba en sus calles contrastaba con la homogeneidad de esos otros lugares donde todos hacíamos lo mismo y nos parecíamos sospechosamente. Madrid me hacía sentir que el de fuera era de dentro, no había exclusión que dibujara una cultura o cuerpo superior, un haber nacido aquí o allá, ser azul o llamarte Ahmed. Era fácil creer que su identidad era la mezcla de todas, la convivencia en una ciudad con conflictos pero con una brutal energía hacia lo común y lo diverso de la que germinaban universidades, bibliotecas, escuelas y hospitales públicos que ayudaban a abrir compartimentos estancos.

Cuando confías en que las personas trabajan no solo por el bien propio sino por el bien comunitario pasas por alto la reversibilidad de los logros. No imaginas que algo tan valioso puede ponerse en riesgo. Y no tengo claro en qué momento Madrid comenzó a enfermarnos a muchos. Pero ahora que me dirijo a pedir cita en atención primaria, las colas en su puerta me disuaden, los teléfonos me agotan. El camino se llena de humo, la contaminación irrita, activa alergias, asfixia. El ruido y los coches crecen y reinan en Madrid. Alguien vio una bicicleta, concluyó que sería un extraterrestre. El asfalto no olvida que ha emanado un calor inhumano como si un desierto escondido quisiera emerger y no pudiéramos protegernos entre árboles, los parques estaban “cerrados”. Intento mi cita, pero en dos años no he podido ver a mi doctora. Los servicios públicos se masifican ejerciendo tal presión que ya no generan rebeldía sino sumisión. Como si ese cambio que nos enferma gritara “búscate la vida”, “sálvese el que pueda”, primando el individualismo y zancadilleando la unión solidaria y consensuada de lo diverso.

Hay cambios que no escandalizan porque son lentos y progresivos. La privatización que ha convertido Madrid en una ciudad menos vivible para muchos se ha ejercitado diaria y silenciosamente desde hace tiempo, convirtiéndola en una ciudad-flama. Lo es cuando se daña lo común normalizando que las personas deban ahorrar desde niños para poder pagar una sanidad, una educación y una residencia de mayores “privadas”, porque lo público no garantizará servicios ni plazas y el capital manda. Aunque diría que el asunto más revelador es cómo se ha normalizado que por defecto la mayoría de los ciudadanos tengan “seguros médicos privados”. En el trance, primero se permite la saturación y precariedad del sistema público, se agota al personal y a los ciudadanos, se empuja a que complementen fuera algunos servicios y se reitera hasta considerarlo necesario. La deriva ha sido tan callada pero masiva que se naturaliza, pasando por alto el grave descarte que supone para quienes no pueden pagar esos servicios o para quienes (enfermos crónicos, ancianos, discapacitados…) directamente son excluidos de las aseguradoras privadas por ser sujetos de riesgo. Cuando la tendencia se hace norma, esto que parece una opción se hace sentencia, clamorosa desigualdad para quienes tienen enfermedades graves o cuyos datos anticipan que enfermarán. Y no son pocos, los excluidos aumentan expuestos a más ansiedad, contaminación y nuevas enfermedades, y no extraña que sean pronto la mayoría. Cuando esto suceda alguien se escandalizará de haber pasado por alto el progresivo desmantelamiento de los servicios públicos en muchas ciudades-flama, su reducción a mínimos, la masificación y listas de espera, los cierres de atención primaria y la no renovación de plantilla, sus sueldos bajos y la fuga de sus profesionales.

A mí me gustaría que Madrid, a la que tanto quiero, se convirtiera en un lugar más vivible, con una educación y sanidad públicas bien tratadas, donde la diversidad de personas que caminan con piernas de andar por casa se antepusiera a la diversidad de humos y coches. Pero este verano la ciudad ha amenazado con explotar dejando a la intemperie un desierto pronosticado y adelantado. El calor mataba, las paredes quemaban, los parques se cerraban y en las pantallas los campos ardían. Sin embargo, entrenados en la prisa, es como si el fuego supiera que si resistía hasta septiembre sería sustituido por la inflación y otras guerras.

Pero hay algo peculiar en los incendios. Son de la estirpe que literaliza que la llama debe verse, que las personas deben recordar que las cosas que durante mucho tiempo se han cuidado y nos han cuidado: ese campo, ese bosque, esos servicios públicos, pueden perderse. Y nunca es proporcional la lentitud y amor que requiere lo que se construye colectivamente con el sigilo con que se expanden la destrucción y las llamas. Porque esos visibles incendios estivales van de la mano de otros más desapercibidos, de la estirpe que calienta capital y enfría humanos. Esos que sigilosamente hacen menos vivibles nuestras ciudades quemando y minando suelo común, quise decir servicios públicos, ese oxígeno, esa agua.

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