¿Tiene la primera ministra derecho a bailar?
Privar a quienes ejercen funciones de gobierno de sus espacios de intimidad resulta insano. Desplazar el debate público de la política a la persona cambia por completo el modo en que hemos entendido la democracia
La divulgación de imágenes de Sanna Marin en una fiesta privada ha generado una marea de críticas en las redes sociales con la consecuencia de que se ha sometido voluntariamente a un test de drogas. En el pasado, los medios han publicado con frecuencia noticias relativas a la vida...
La divulgación de imágenes de Sanna Marin en una fiesta privada ha generado una marea de críticas en las redes sociales con la consecuencia de que se ha sometido voluntariamente a un test de drogas. En el pasado, los medios han publicado con frecuencia noticias relativas a la vida privada de gobernantes. Hoy, Internet modula significativamente el impacto de este tipo de noticias.
La vida privada puede ceder ante la presencia de elementos que posean relevancia pública suficiente y sirvan para contribuir a la conformación de una opinión pública libre. No obstante, la condición pública de una persona no sólo no implica una renuncia a este derecho, sino que alcanza a su tutela en el espacio público. El Tribunal Constitucional (caso Álvarez Cascos) consideró intromisión ilegítima la divulgación de imágenes de un personaje público, tomadas en momentos privados y en un lugar público sin su consentimiento. La notoriedad derivada de la actividad política no priva del derecho a mantener un ámbito reservado de la propia vida, ya que corresponde a cada persona acotar el ámbito de intimidad personal y familiar que se reserva. Este derecho es esencial para el desarrollo de la personalidad, y su protección se extiende más allá del círculo familiar, incluyendo las relaciones sociales.
La evolución de las tecnologías de la información ha causado un profundo impacto en este escenario. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su sentencia del caso Von Hannover, subrayó los riesgos derivados del uso de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, aplicando la Resolución 1165 (1998) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa sobre el derecho a la vida privada. Esta integra en el artículo 8 del Convenio de 1950 el derecho fundamental a la protección de datos, relevante para el caso que nos ocupa. El Reglamento General de Protección de Datos, al igual que hiciera la Directiva 95/46/CE, habilita a los Estados miembros a conciliar mediante regulación legal la protección de datos con el derecho a la información y la libertad de expresión. Buen ejemplo de ello son las reglas deontológicas relativas al tratamiento de datos en el ejercicio de la profesión periodística del Anexo I al Código Legislativo Italiano sobre protección de datos. Estas reglas definen límites como el respeto a la inviolabilidad del domicilio, la tutela del interés superior del menor, la limitación del tratamiento de categorías especiales de datos y la garantía de la dignidad de la persona, particularmente en caso de enfermedad. Conforme a las reglas, la revelación de aspectos de la vida privada debe ser indispensable en razón de la originalidad del hecho, de la descripción de la forma en que se produjo y de las características de los protagonistas. Sin embargo, la intimidad de las personas que ejercen funciones públicas debe ser respetada si las noticias o los datos no tienen relación con su función o con la vida pública. La autoridad de protección de datos italiana tuvo que pronunciarse en su día sobre las fotos de las fiestas de Silvio Berlusconi en Villa Certosa. Ordenó el bloqueo cautelar y, posteriormente definitivo, de su difusión en 2007 y 2009. En opinión del garante, se trataba de imágenes relativas a conductas estrictamente personales recogidas mediante técnicas de intrusión dentro de los lugares de residencia privada, sin el conocimiento de las personas afectadas y, en todo caso, sin su consentimiento.
En el caso de la primera ministra, asistimos a un fenómeno cuyos riesgos deberíamos evaluar. En esencia, se difunde la grabación de una política bailando durante sus vacaciones y la información se utiliza mediante una campaña orquestada para cuestionar su capacidad como gobernante. La referencia en el audio de la grabación a la “pandilla de la harina” es suficiente para inferir que se estaba consumiendo cocaína. Aunque sería muy relevante que un cargo público de esta entidad fuese adicto o adicta, a partir de una simple inferencia se pone en cuestión a un Gobierno hasta el punto de someterse voluntariamente a un test de drogas. Y ello plantea hipótesis ciertamente inquietantes.
La discusión sobre la relevancia pública de las imágenes admite todo tipo de argumentos. Podría afirmarse, llegados al extremo, que existe un interés social en conocer cómo se divierte una gobernante. Esto la humaniza, la acerca a la población y permite hacer un juicio sobre su personalidad. Sin embargo, no puede obviarse que las imágenes fueron obtenidas en una fiesta privada y compartidas en una cuenta cerrada de una red social. Sin embargo, lo relevante es su uso instrumental en un contexto de digitalización.
Hoy todos nos exponemos a millares de impactos. Algunos pueden responder a acciones de ciberguerra y obligan a los altos cargos a adoptar conductas preventivas. Otros, como las herramientas de análisis neuroemocional, el perfilado, el seguimiento y la indexación constante podrían aplicarse a los protagonistas de la política (Cambridge Analytica). En un escenario de datos masivos, la analítica del lenguaje o de las imágenes ofrece un espacio para la formulación de modelos predictivos sobre la conducta en política y su percepción social. ¿Cómo afectaría a la salud de la democracia un escenario de escrutinio permanente y sistemático de la vida privada de los personajes políticos que ofreciera un modelo predictivo sobre su toma de decisiones o evaluase en tiempo real su estado de salud o emocional?
La política ha apostado por asumir la infocracia (en definición de Byung-Chul Han), un modelo en el que el debate público de los programas y los procesos de discusión pública de las decisiones de gobierno se sustituyen por la sobreexposición en las redes sociales y por la gestión emocional e inmediata de lo político. Pero este modo de hacer las cosas genera riesgos. La transparencia se traslada del Gobierno al gobernante y el debate se desplaza de la política a la persona. El espacio de penumbra que ofrece la vida privada desaparece por completo. No existe un tiempo para recargar las pilas, el personaje político debe controlar cada milisegundo de su vida y de la de su entorno. Se sabe expuesto a un escrutinio permanente que se remonta al inicio de su carrera y aun antes. Cualquiera puede grabar y difundir imágenes, incluido el círculo de confianza. Una frase en un chat, un correo electrónico, un tuit que parecía borrado… Todo puede ser reutilizado en el mundo de la toxicidad de las redes sociales, de la conformación de debates multitudinarios a la par que ficticios entre bots, de discusiones públicas basadas en fake news.
Esto cambia por completo el modo en que hemos entendido la democracia y el debate público. Intoxica la crítica, traslada el debate público de la política a la persona. Transmuta la esencia de la falacia ad hominem de técnica discursiva a objeto mismo del debate, de medio a fin. El debate sobre lo público se convierte en una permanente tertulia de prensa amarilla. Y este estado de cosas genera riesgos sustanciales. Privar a las personas que ejercen funciones de gobierno de sus espacios de intimidad es insano. Juzgarles por su vida privada nos conduce como sociedad a ser gobernados desde un juicio fuertemente condicionado por la manipulación emocional propia de las redes sociales.