Internet y la muerte
Las redes han disipado la frontera entre lo público y lo privado, y ahora asistimos a la despedida de gente a la que nunca hemos visto, que nos acompaña como fantasma digital cuya existencia recorremos como hacemos con los vivos
Hace no mucho, cuando alguien moría, las señales de su paso por este mundo solo permanecían en la memoria de sus seres queridos. También en álbumes de fotos o cartas, a veces en diarios si al difunto le gustaba escribir, y sobre todo en esa presencia extraña de los objetos cuando sobreviven a sus dueños, unos objetos que revelan, con su flagrante falta de uso, el absurdo de un mundo que continúa sin nuestros seres amados. Y es ...
Hace no mucho, cuando alguien moría, las señales de su paso por este mundo solo permanecían en la memoria de sus seres queridos. También en álbumes de fotos o cartas, a veces en diarios si al difunto le gustaba escribir, y sobre todo en esa presencia extraña de los objetos cuando sobreviven a sus dueños, unos objetos que revelan, con su flagrante falta de uso, el absurdo de un mundo que continúa sin nuestros seres amados. Y es que la vida, de súbito, es menos vida, pues una parte sustantiva desaparece con las personas que antes formaban parte esencial de ella: madre, padre, pareja, hijo, amigo. El reparto de enseres que suele llevarse a cabo tras un deceso no tiene un sentido meramente material, de aprovechamiento de la ropa que yace sin dueño en un cajón, sino que ayuda a sobrellevar el duelo de los que se quedan apartándoles de la vista la dolorosa ausencia encarnada en chaquetas, camisas o zapatos. Es saludable que los rastros del muerto se vuelvan cada vez más tenues para poder encarar la existencia sin él.
Sin embargo, desde la aparición de internet, cualquier usuario de una red social ha sido testigo de cómo las cuentas de algunos de sus contactos siguen activas a pesar de que las personas a las que pertenecían han fallecido. Nadie las cierra aunque pasen los años y el silencio de esas cuentas se haga clamoroso. A veces se convierten en un lugar donde la familia y los amigos continúan dejando mensajes para recordar al hermano, al primo o al compañero en el día de su cumpleaños: se tornan entonces en una suerte de tumbas virtuales sobre la que se depositan palabras que son como coronas de flores. En ocasiones, alguien postea desde esas cuentas: por ejemplo, cuando murió Ouka Leele apareció en su Instagram una hermosa fotografía de despedida con un mensaje: “With love from heaven”, como si aún pudiera dirigirse a su público. Por otra parte, muchas de las personas con las que interactuamos en las redes son solo contactos virtuales. Cuando mueren, su desaparición tiene, para nosotros, el mismo carácter tenue que su vida en la web. Y por si fuera poco, las redes han disipado la frontera entre lo público y lo privado, y ahora asistimos a la despedida de gente a la que nunca hemos visto, que pasa a acompañarnos en calidad de fantasma digital cuya existencia, en forma de fotos o post, podemos recorrer, exactamente igual que hacemos con los vivos. A veces incluso el muro de un muerto nos responde si la cuenta la lleva alguien decidido a darle voz.
Si las circunstancias no cambian, se ha calculado que en 2098 habrá más personas muertas que vivas en Facebook. Saco el dato de un libro del filósofo italiano Davide Sisto que acaba de publicarse en nuestro país, Posteridades digitales. Inmortalidad, memoria y luto en la era de Internet, que parte de la pregunta de si la mayor presencia de los muertos en internet acaso puede ayudarnos a visibilizar, y asumir, la invisibilizada y no asumida parca en Occidente, confinada en hospitales y residencias, o escenificada pulcramente en tanatorios donde al muerto se le expone en una estancia tras unos cristales que impiden darle un último beso, a diferencia de cuando se velaba en las casas. Con esa premisa, el investigador muestra que más bien internet y sus fantasmas nos llevan de vuelta a Frankenstein, El retrato de Dorian Gray o Drácula, a todos esos intentos del ser humano por negar la vejez y la muerte, también por erigirse en un dios creador de vida, cuyas nefastas consecuencias ha explorado la literatura. Sisto hace un recorrido por un puñado de proyectos que parecen la segunda parte de La invención de Morel: gente que graba sus días para crear una copia digital perfecta de los mismos, chatbots para dar voz a los fantasmas virtuales, hologramas o lo más delirante: clones digitales humanos con su correspondiente ADN congelado criogénicamente a la espera de que la ciencia pueda duplicar los cuerpos. Y ya hay quien se lo toma muy en serio: prometiendo la vida eterna a todos los estadounidenses, el filósofo transhumanista Zoltan Istvan se presentó a las elecciones presidenciales en 2016. Recorrió el país en el “Autobús de la Inmortalidad” junto con un hippie, un robot llamado Jethro y un ruso que llevaba el cerebro congelado de su madre muerta. No tuvo mucho éxito a tenor de sus pobres resultados electorales.
¿La conclusión? Para Sisto, que la cultura digital ayuda, a pesar de todo, a que aceptemos nuestra propia muerte, pues nos vamos a ver abocados a responsabilizarnos de lo que quede en internet de nosotros para que nuestro fantasma luzca bonito en la posteridad digital. Mi opinión es más pesimista: no parece que las personas cambiemos, y la tecnología de momento solo amplifica la ceguera ante nuestros límites. Nuestros fantasmas serán tan feos como siempre.