Tentación

Yo tenía 13 años y era sanguinaria. Le preguntaba cosas sobre sexo, sobre menstruación. Nunca volví a tener amigas como ella. Quizás nunca más me reí como esa noche

"Era una felicidad aterradora, algo monstruoso".Priscilla du Preez

Hace meses estaba en Uruguay. Terminé Encrucijadas, la última novela de Jonathan Franzen, comiendo un sándwich de jamón y queso en un café que está frente al mar. Recordé la noche en que, con mi amiga E., fuimos a un bar del centro de la pequeña ciudad argentina donde vivíamos. Ella me llevaba varios años. Yo tenía 13 y era sanguinaria. Le preguntaba cosas sobre sexo, sobre menstruación. E. me contestaba con las mejillas rojas. Nunca supe d...

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Hace meses estaba en Uruguay. Terminé Encrucijadas, la última novela de Jonathan Franzen, comiendo un sándwich de jamón y queso en un café que está frente al mar. Recordé la noche en que, con mi amiga E., fuimos a un bar del centro de la pequeña ciudad argentina donde vivíamos. Ella me llevaba varios años. Yo tenía 13 y era sanguinaria. Le preguntaba cosas sobre sexo, sobre menstruación. E. me contestaba con las mejillas rojas. Nunca supe disculpar esa vergüenza: me producía saña, le preguntaba peor. Yo era sufriente pero endurecida, y descubría cosas tontas todo el tiempo: el sabor del chocolate amargo o del helado de sabayón, que después consumía durante meses. Un verano descubrí los inigualables sándwiches tostados de jamón y queso que hacían en un bar. Una noche fui con E., pero no había sitio y terminamos en otro que no conocíamos. Pedimos dos tostados. El mozo nos advirtió: “Son muy grandes”. Le dije, con solvencia, que trajera los dos. Al rato volvió con una torre. Cada sándwich tenía el tamaño de dos baldosas y estaba cortado en ocho partes. La desproporción era total: dos chicas, un muro de harina. Mi amiga y yo empezamos a reírnos. Era una risa como una enfermedad, como resbalar hacia el desastre sin poder detenerse, como estar convulsionando. El mozo nos miraba con ofuscación mientras llorábamos y tosíamos. Nos dolía el estómago, estábamos deformadas por las lágrimas. Era una felicidad aterradora, algo monstruoso. Tuvimos que tomar un taxi para volver a casa porque no podíamos caminar. Años después me mudé a Buenos Aires y ella a un pueblo más chico donde se suicidó. Nunca volví a tener amigas como ella. Quizás nunca más me reí como esa noche. En el bar de Uruguay, mientras el sol dejaba en el cielo un rastro efervescente, no sentí nostalgia por aquel momento sino la alegría, desconcertante y miserable, de haberme salvado de alguna cosa.

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