Tribuna

La nueva y la vieja pedagogía

Paradójicamente, propuestas educativas progresistas que apuestan por la fragmentación y la innovación acaban por dificultar el desarrollo de los individuos y confluir con el neoliberalismo más banal

Dos alumnas utilizan ordenadores portátiles durante su clase de geografía.picture alliance (Getty Images)

Por debajo de las reformas educativas, de la inclusión o no de diversas asignaturas, y de los debates que han acompañado a la nueva Ley Orgánica de educación (Lomloe), hay una pregunta que deberíamos responder: ¿estamos logrando formar a ciudadanos sabios y críticos, o los infantilizamos en establecimientos educativos donde...

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Por debajo de las reformas educativas, de la inclusión o no de diversas asignaturas, y de los debates que han acompañado a la nueva Ley Orgánica de educación (Lomloe), hay una pregunta que deberíamos responder: ¿estamos logrando formar a ciudadanos sabios y críticos, o los infantilizamos en establecimientos educativos donde sean felices y la cultura no los dañe?

Tal cuestión nos sitúa en el debate en torno a la nueva pedagogía, la que arranca de Mayo del 68, se impone a partir de la década de los sesenta —en España comienza con la Logse—, y viene insuflando en mayor o menor grado las diversas leyes educativas posteriores.

Como ocurre con tantas otras propuestas sociales, en principio pensadas como progresistas e incluso transgresivas, su apuesta por la fragmentación y la innovación acaba, paradójicamente, por dificultar el desarrollo de los individuos y confluir con el neoliberalismo más banal.

La nueva pedagogía, mal que le pese, se enmarca dentro del paradigma post-transmoderno, de la sociedad líquida donde se anulan las certezas, los hechos se relativizan, y la gratificación de los deseos, la blandura y el rechazo a cualquier frustración confluyen con un mundo tecnológico y un mercado neoliberal. Este paradigma, aplicado a la enseñanza, tiene efectos deletéreos. Lo fragmentario sustituye a la visión global, lo subjetivo a lo objetivo, el sentimiento a la razón, la opinión a la ciencia, la estética a la ética. De su raíz sesentayochista mantiene la denuncia de la escuela tradicional como establecimiento disciplinario y coercitivo, e identifica erróneamente la legítima auctoritas de quien transmite un saber, con un autoritarismo a superar.

Características de esa nueva pedagogía serían la autonomía del alumno, el abandono de los libros de texto (el estudiante construye sus materiales), el predominio del método frente a los contenidos, la eliminación gradual de exámenes y deberes, el uso masivo de las nuevas tecnologías, la educación comprensiva e inclusiva (que incorpora en la clase a alumnos con capacidades muy diversas), la promoción de curso a pesar de no haber superado algunas materias… Aspectos que siguen alentando las nuevas propuestas legislativas.

Una de las mayores críticas de la nueva pedagogía, la experta sueca en educación Inger Enkvist, advierte del fracaso de esta corriente en múltiples países, y de la necesidad de volver a ciertos aspectos de la escuela tradicional, a la par que insiste en el asentamiento de la lectoescritura y la formación clara de conceptos. Los contenidos, afirma, no pueden sustituirse por metodologías, la escuela comprensiva reemplaza el aprendizaje por la convivencia, y no es posible la educación sin el esfuerzo del alumno. El igualitarismo es una trampa para todos: para quienes tienen necesidades especiales, para los bien dotados intelectualmente, para los que poseen motivación y para los que no.

Ya Hannah Arendt en 1954, en La crisis de la educación, señalaba los peligros que encaminan la educación al fracaso: dirigirse a los niños como adultos y creer que deben ser autónomos, considerar la psicología y la pedagogía más importantes que los conocimientos en la materia, el aprendizaje como juego, la formación sin enseñar contenidos. Y esta es una razón, añado, por la que la educación en valores, sin la filosofía, deviene adoctrinamiento buenista.

La educación hoy pretende ser instrumental, tecnológica y adaptada a los requerimientos del mercado laboral. Sin embargo, ¿la enseñanza debe limitarse solo a aquello que teóricamente garantice un empleo? ¿Dónde queda la solidez intelectual y crítica del ciudadano, algo no reductible a la mera utilidad inmediata? La educación no es una adecuación utilitaria, sino una formación integral del individuo.

La educación en competencias reniega de las asignaturas, organiza el aprendizaje en torno a proyectos multidisciplinares a partir de los cuales el alumno rastreará la información que necesite en cada momento. Sin embargo, esto solo puede ser beneficioso cuando se tiene una base en cada área del conocimiento.

Los usos memorísticos son denigrados, como si la memoria del ordenador pudiera reemplazar a la nuestra, como si la capacidad de indagar en ella lo que ignoramos fuera suficiente; no obstante, para buscar, también hay que saber qué buscar y cómo discriminar lo verdadero de lo falso, lo fundamental de lo accesorio.

La sustitución de libros y libretas por tablets, la obsesión por la tecnología, olvida que los niños, cuando salen de la escuela, ya pasan gran parte de su tiempo frente a las pantallas. Al contrario, hay que potenciar la cultura de la cercanía, el diálogo, saber hablar y escuchar al otro, la exposición oral argumentada, incluso la materialidad de la tiza sobre la pizarra, o la escritura en el cuaderno que desarrolla la psicomotricidad fina… Todo cuanto los aleja del peligro de convertirse en solitarios autómatas frente a sus ordenadores.

En conclusión: ni la nueva pedagogía es incontrovertible, ni la vieja desechable, porque la educación es conservadora de aquello que deseamos transmitir: una clara y sólida asunción de la cultura que somos y nos constituye.

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