Hacer Rusia grande otra vez

La agresiva política exterior del Kremlin es la expresión sublimada del instinto más primario: el miedo. El miedo de sus dirigentes a gobernar un país sin misiones históricas que cumplir, abocado a respetar el derecho internacional y a renunciar a sus sueños de gloria

Putin, durante una videoconferencia, en una imagen del día 16 de la presidencia rusa.AP

En 1997, el sociólogo ruso Alexander Dugin, uno de los referentes intelectuales de la ultraderecha en todo el mundo, publicó Los fundamentos de la geopolítica. Releerlo hoy resulta extraordinariamente iluminador, a la vez que produce escalofríos. El texto es de sobra conocido. Lo han estudiado sucesivas promociones de estrategas políticos y militares rusos. A raíz de su éxito, Dugin fue invitado a desarrollar sus ideas en distintas comisiones de la Duma, a preparar informes para varias instituciones del Estado y a impartir docencia en la Escuela Superior del Ejército.

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En 1997, el sociólogo ruso Alexander Dugin, uno de los referentes intelectuales de la ultraderecha en todo el mundo, publicó Los fundamentos de la geopolítica. Releerlo hoy resulta extraordinariamente iluminador, a la vez que produce escalofríos. El texto es de sobra conocido. Lo han estudiado sucesivas promociones de estrategas políticos y militares rusos. A raíz de su éxito, Dugin fue invitado a desarrollar sus ideas en distintas comisiones de la Duma, a preparar informes para varias instituciones del Estado y a impartir docencia en la Escuela Superior del Ejército.

El libro incluye una larga lista de tareas que debe acometer la dirigencia rusa para recuperar la grandeza de Rusia frente al mundo trasatlántico. Entre ellas, las intervenciones militares y anexiones juegan un papel, pero ni mucho menos el más importante. El libro aboga por una agenda de operaciones de intoxicación, subversión y desestabilización de otros países, así como el establecimiento de alianzas estratégicas, un estudiado programa de iniciativas orquestadas por un poderoso aparato de servicios especiales. Estas operaciones deben apoyarse en la utilización geoestratégica del gas, el petróleo y otros recursos naturales para acosar y presionar a otros países.

A resultas de estas iniciativas, Alemania y Francia se apartarían de la alianza trasatlántica, el Reino Unido (presentado como satélite de Estados Unidos) se divorciaría del resto de Europa, Abjasia y Osetia serían arrebatadas a Georgia, Lituania y Letonia gozarían de un estatus especial en la comunidad euroasiática (bajo liderazgo ruso). La mayor parte de los Balcanes (Rumania, Macedonia del Norte, Serbia y Grecia) también se incorporarían a la órbita euroasiática. Ucrania sería anexionada para impermeabilizar el Cáucaso de influencias occidentales. También Finlandia correría esa suerte.

Respecto a Estados Unidos, Dugin aboga (repito, en 1997) por alimentar la conflictividad social y racial dentro del país, desestabilizando su política interna. Simultáneamente aconseja apoyar fuerzas y tendencias aislacionistas en la política exterior norteamericana.

Difícil ser más más profético si el texto no está sirviendo como hoja de ruta. Dugin pertenece a una estirpe de sociólogos, economistas, geógrafos y filósofos pos-sovieticos que han generado discursos que apuntalan el proyecto (o los proyectos) para “hacer Rusia grande otra vez”. Agrupados en torno a distintos think tanks (entre los que destaca por encima de los demás el Club Irzboskii), han contado con recursos públicos y medios de proyección para divulgar sus argumentos.

La profesora Marlene Laruelle, una de las grandes estudiosas del auge del nacionalismo ruso contemporáneo, distingue tres narrativas: una roja, una blanca y una parda.

La roja enfatiza la memoria de la Unión Soviética, la condición de potencia mundial, la oposición al capitalismo y el consumismo occidental. En este marco, la expansión territorial rusa es vista como un proyecto económico y social que reasiente su hegemonía sobre sólidos fundamentos en la comunidad de países exsoviéticos.

La blanca invoca principios religiosos ortodoxos y la nostalgia de un pasado zarista que proyectó valores tradicionales sobre vastos territorios. En el mundo contemporáneo, el debilitamiento de Rusia ha traído consigo —tanto en Rusia como en territorios que otrora pertenecieran al imperio zarista— el afianzamiento de culturas antagónicas a esos valores, que toleran prácticas inaceptables (el uso de lenguaje obsceno, el alcoholismo, las drogas), subvierten principios de organización sagrados (de respeto a los mayores, sumisión frente a la jerarquías establecidas) y otorgan protección y derechos a colectivos que deberían ser marginados (judíos, grupos LGTBI).

La parda pone en circulación narrativas neofascistas, que afirman la necesidad de confrontar de manera violenta amenazas internas y externas. A nivel interno, se propone combatir orientaciones liberales y modernizadoras, que puedan apartar a Rusia de su destino civilizatorio. A nivel externo, se encomienda a Rusia la misión de liderar el mundo euroasiático, un papel que debe reclamar confrontando militarmente con otros nacionalismos que pretenden negárselo. Se considera especialmente importante defender a minorías rusas encapsuladas en otros Estados.

Aunque pueda resultar sorprendente, distintos intelectuales (entre los que destaca Dugin) han logrado sintetizar paquetes argumentales que fusionan elementos de las tres narrativas, adaptándolos a distintas sensibilidades. Su influencia sobre los diferentes ecosistemas del Estado es considerable. La versión roja ha sido adoptada, cuando no financiada, por el complejo industrial-militar. La blanca es abanderada por dirigentes y líderes espirituales situados en el círculo cercano a Putin. La parda fundamenta los discursos de la oposición que encarna Zhirinovski, pero también ha logrado colocar elementos narrativos en nichos mediáticos, ganar respetabilidad en ciertos círculos académicos e incluso infiltrar ideas (especialmente la doctrina sobre Eurasia) en los aledaños de la presidencia en distintos momentos.

El putinismo ha recogido estos planteamientos de manera variable y flexible, interpretando distintas melodías en diferentes etapas, a conveniencia del director de orquesta. Desde 2012, tras un ciclo de fuertes protestas contra el régimen, Putin ha imprimido a su política un giro “conservador”, que se materializa en distintas leyes para restaurar valores conservadores, una mayor represión de la disidencia y una política exterior más agresiva.

En el contexto que ha traído a la invasión de Ucrania, diversos analistas e intérpretes políticos han pretendido reprochar a Occidente (y particularmente a la OTAN) extender sus áreas de influencia a países limítrofes a Rusia, convirtiéndose en una amenaza existencial para una gran potencia. Ante ese avance, Putin no habría tenido más remedio que reaccionar. Desde este planteamiento, una respuesta sensata al desafío de Putin le habría concedido la finlandización de Ucrania para apaciguar inseguridades legítimas de Rusia. Una Ucrania neutral, sostienen, habría evitado la guerra.

Esta interpretación parece poco probable a la luz del afianzamiento de los discursos agresivos del putinismo y las orientaciones de su política exterior. Llueve sobre mojado. El régimen lleva años embarcado en un proyecto para devolver a Rusia su grandeza: apoyando al territorio rebelde de Transnitria, ocupando territorio de Georgia, implicándose en Siria a favor de El Asad, anexionándose Crimea, apoyando a los insurgente en el Donbás, mandando mercenarios a Libia y el Sahel, alentando la guerra cibernética, interfiriendo en las elecciones norteamericanas, coqueteando con el irredentismo independentista en Cataluña, cultivando vínculos con buena parte de las derechas radicales en Europa…

A Putin no le preocupa la seguridad de Rusia, sino la de él y su régimen. Se siente amenazado por su decreciente popularidad, por el triunfo en los últimos años de opciones inequívocamente prooccidentales en su vecindario (en Ucrania o en Moldavia), por la desestabilización de Bielorrusia a raíz de las movilizaciones contra Lukashenko. Amenazado por la figura de Navalni y el apoyo que ha recibido desde distintos países europeos, por ONG financiadas desde el extranjero, mira con desdén impostado, que trasluce mucha inquietud, a sus vecinos bálticos, cuya vitalidad democrática, pujanza económica y bienestar dibujan a las puertas de Rusia una propuesta de modernización que puede seducir a muchos ciudadanos desencantados por años de frágil crecimiento económico, corrupción rampante y desigualdad.

La agresiva política exterior rusa, esa que ambiciona hacer grande a Rusia otra vez, es la expresión sublimada del más primario de los instintos: el miedo. El miedo de sus dirigentes a gobernar un país como cualquier otro, sin misiones históricas que cumplir, obligados a atender demandas de democracia y bienestar de su ciudadanía (bajo riesgo de que, de no hacerlo, puedan perder las elecciones); un país condenado a entenderse con otros, abocado a respetar el derecho internacional y a renunciar a sus sueños de grandeza.

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