Amor, pobreza y guerra

Así se titula una colección de artículos que Christopher Hitchens publicó en 2004. Como su autor, yo he sufrido dos de las tres, y tenía la esperanza de morirme sin conocer la tercera

Un grupo de jóvenes ‘hippies’ en 1970.

Christopher Hitchens aludía a un viejo proverbio según el cual la vida de un hombre no está completa si no ha sufrido el amor, la pobreza y la guerra. Por hombre, aquí, se entiende varón —es un proverbio masculino y no inclusivo—, y por sufrir, sufrir de verdad: el temple de un macho se prueba en esas tres experiencias. Hitchens perteneció a la generación más feliz de Europa, la que vivió sin guerras ni esc...

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Christopher Hitchens aludía a un viejo proverbio según el cual la vida de un hombre no está completa si no ha sufrido el amor, la pobreza y la guerra. Por hombre, aquí, se entiende varón —es un proverbio masculino y no inclusivo—, y por sufrir, sufrir de verdad: el temple de un macho se prueba en esas tres experiencias. Hitchens perteneció a la generación más feliz de Europa, la que vivió sin guerras ni escasez y gozó del amor y el sexo a sus anchas tras la revolución sexual de los sesenta. Por ello se narró a sí misma como la generación más triste, la que consumió sus años en la tierra sin propósito ni trascendencia.

Amor, pobreza y guerra se titula una colección de artículos que publicó en 2004. Como su autor, yo he sufrido dos de las tres, y tenía la esperanza de morirme sin conocer la tercera. Esa esperanza es hoy minúscula, casi invisible, y no sé por qué me sorprende tanto constatarlo. Lo raro es vivir en paz. En España, entre 1800 y 1939, el periodo de paz más largo fueron los 13 años que van del fin de la segunda guerra de Cuba, en 1880, al comienzo de la primera del Rif, en 1893. La mejor generación fue la nacida entre 1939 y 1950, que se extingue sin celebrar como merece su anomalía: ninguna otra ha gozado de una vida entera en paz, aunque esto se puede matizar, pues nació y creció en una dictadura, pero también tuvo el honor de desmontarla sin volver a llenar las cunetas de cadáveres y mientras sonaba La chica yeyé de fondo.

Mi generación, que es hija de aquella, baja el termostato unos grados, como pidió Josep Borrell, anticipándose al invierno de su vida. Hasta ahora, los más cursis de entre mis congéneres de edad reprochaban a sus padres ciertas promesas incumplidas de prosperidad. Tonterías. Los reproches definitivos serán mejores. Ya no envidiaremos sus trabajos fijos ni sus pensiones ni sus hipotecas razonables, sino el privilegio de haber vivido en paz, gloriosamente emasculados y vacíos, sin vérselas con el sentido de la vida del proverbio de Hitchens.

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Estos melindres sonarán a insultos en los oídos de un sirio o de un afgano, pero no me lamento ante ellos. Todos, incluso los europeos derrochadores y soberbios, tenemos derecho a cantarle una elegía a nuestra casa, aunque sea una elegía preventiva, a salvo aún de las bombas y de la pobreza, y consolados por el amor.

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