Los fusiles de madera
Rusia invade Ucrania y desencadena una guerra que siempre termina golpeando sobre todo a los más frágiles
Rusia ha invadido Ucrania. Y las cosas empiezan a cambiar: ahora hay ciudades silenciosas, inmensos atascos en las carreteras que se dirigen a Occidente, largas colas en los bancos y en los supermercados y en los centros donde se dona sangre, acciones militares, prisioneros, muertos, y el miedo que lo va atravesando todo. Vladímir Putin ha utilizado...
Rusia ha invadido Ucrania. Y las cosas empiezan a cambiar: ahora hay ciudades silenciosas, inmensos atascos en las carreteras que se dirigen a Occidente, largas colas en los bancos y en los supermercados y en los centros donde se dona sangre, acciones militares, prisioneros, muertos, y el miedo que lo va atravesando todo. Vladímir Putin ha utilizado algunas grandes palabras para justificar lo injustificable, y esconde su ignominia detrás de una vaga acusación de genocidio dirigida a Kiev y levanta una proclama que tiene mucho de fantasía y todavía más de propaganda: dice que quiere desnazificar al país vecino. El primer paso que dio fue reconocer la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk, las dos regiones del Donbás donde lleva librándose desde 2014 una guerra intermitente entre los prorrusos y las fuerzas de Ucrania que ya ha producido 14.000 muertos. Y no tardó mucho en recurrir a la fuerza, autorizando una operación militar. Los tanques rusos avanzan por el país con todo su poderío y, para que se hagan cargo de la descomunal diferencia de recursos, cuando acaben con la resistencia de las frágiles Fuerzas Armadas de Ucrania, ya solo tendrán delante a un puñado de voluntarios con fusiles de madera. Ya conocen la imagen, estuvieron entrenándose.
Es la hora de los grandes análisis geopolíticos y de las firmes declaraciones de condena contra esta refinada iniciativa que el Kremlin llevaba rumiando desde hacía tiempo. Occidente ha respondido con una batería de sanciones y las televisiones y los medios recogen los testimonios de algunas personas que, de pronto, se han visto desbordadas por los acontecimientos. Lo que resulta más difícil es iluminar lo que está ocurriendo en aquellos lugares donde los proyectiles impactan de verdad y donde hay víctimas y donde los combatientes están peleando y jugándose la vida. Es ahí donde la guerra termina por destruir hasta el menor amago de humanidad. Al final lo único que cuenta es sobrevivir.
En 1938, Marguerite Yourcenar escribió El tiro de gracia, una breve novela que se sumerge en un remoto rincón de Europa donde se libran brutales combates poco después de la Revolución rusa. La historia se desarrolla en Curlandia, y el foco está puesto en tres amigos que se han apuntado a la lucha antibolchevique. El protagonista es un tipo descreído, cínico, pasado de rosca, un aventurero que reconoce que a menudo experimenta “una especie de incapacidad para comprometerse a fondo con el odio”.
Lo que muestra Yourcenar, que se inspiró en una historia real, es que las razones ideológicas y las buenas intenciones terminan difuminándose cuando el horror de la guerra hace acto de presencia. Es entonces cuando empiezan a gobernar otras fuerzas mucho más poderosas que operan en el corazón humano, buenas y malas. Decía Yourcenar que sus personajes habitaban un “cierto estado de desesperación permanente sin el cual sus actos y gestos no tenían explicación”. Nada se sabe, ciertamente, de los que ya están padeciendo en Ucrania la invasión de Putin en carne propia. Lo que sí es seguro es que la brutalidad de una guerra siempre cae sobre los que solo tienen, para defenderse, fusiles de madera.