Paloma

Él la ayudaba a entrenarse. Imitaba sus sonidos y ella acudía, como un perro. Con el tiempo, empezó a hacer vuelos cortos dentro de un espacio resguardado por una red

Dos palomas, en un tejado.

El otro día liberamos a la paloma. Diego, el hombre con quien vivo, la recogió en la calle hace meses, a fines del invierno austral, caída de algún nido. Era un montón de plumas pegajosas, un pájaro ciego. La instaló en un cuarto que, durante el confinamiento, llamamos La Habitación del Pánico: dejábamos allí las compras, la ropa de calle. Fue a buscar una jeringa a la farmacia para alimentarla. Le dijo al empleado que era para un pichón de paloma y el tipo respondió: “Son ratas con alas”. Diego regresó furibundo. Cree en los animales más que en las personas....

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El otro día liberamos a la paloma. Diego, el hombre con quien vivo, la recogió en la calle hace meses, a fines del invierno austral, caída de algún nido. Era un montón de plumas pegajosas, un pájaro ciego. La instaló en un cuarto que, durante el confinamiento, llamamos La Habitación del Pánico: dejábamos allí las compras, la ropa de calle. Fue a buscar una jeringa a la farmacia para alimentarla. Le dijo al empleado que era para un pichón de paloma y el tipo respondió: “Son ratas con alas”. Diego regresó furibundo. Cree en los animales más que en las personas. La paloma creció pero demoró en volar. Él la ayudaba a entrenarse. Imitaba sus sonidos y ella acudía, como un perro. Con el tiempo, empezó a hacer vuelos cortos dentro de un espacio resguardado por una red. No es el primer animal desvalido que habita en casa: hubo iguanas, víboras, tortugas. Después de su convalecencia, fueron liberados en refugios o en el campo. Diego se despide de ellos agitando la mano, diciendo: “Feliz libertad”. La paloma, sin embargo, permaneció demasiado tiempo. El necesario para que crecieran el cariño o el hábito. La maniobra de liberación llevó lo suyo. Nunca parecía el momento adecuado: llovía, hacía calor. Pero finalmente quitamos la red. Ella parecía aturdida. Pasó un par de jornadas volando hasta la ventana de un cuarto y regresando a su espacio. Venían otras, socializaba un poco. Hasta que un día Diego dijo: “Se fue”. Y se había ido. No volvimos a instalar la red de inmediato. Diego sabía que su regreso era imposible, pero la esperó. Hasta que una tarde lo vi sacar las herramientas y colocar la red. Ahora contempla las palomas de terrazas vecinas intentando descubrir al que fue su pichón. Sé lo que se pregunta: si estará viva, si la libertad es mejor que el cobijo. A veces se queda transido y de pronto dice: “¿Estará bien?”. Me gusta su piedad. La de un héroe tranquilo que puede vivir con el corazón roto.

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