Hasta los cojones, ¿de quién?

Señalar en cualquier debate que todos los políticos son iguales implica asumir que da igual quién esté al frente y que la política no sirve para nada

Votantes en un colegio electoral de Valladolid, el domingo.Olmo Calvo
Nacho Corredor

La inexplicable (en términos literales) convocatoria anticipada de elecciones en Castilla y León nos ha dejado varias conclusiones más allá del debate interno que se ha generado en la dirección del Partido Popular sobre la conveniencia o no de gobernar con Vox. Conveniencia que...

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La inexplicable (en términos literales) convocatoria anticipada de elecciones en Castilla y León nos ha dejado varias conclusiones más allá del debate interno que se ha generado en la dirección del Partido Popular sobre la conveniencia o no de gobernar con Vox. Conveniencia que no generaría ninguna duda en caso de estar hablando de unas elecciones generales. Si el PP y Vox sumaran, gobernarían juntos. De hecho, todo el debate generado en las últimas horas en la derecha está básicamente condicionado por cuáles son las decisiones más adecuadas para llegar en mejores condiciones ante el eventual escenario. Pero más allá de las dudas tácticas que hay dentro del PP, e incluso más allá del necesario, pero extemporáneo debate, por lo tarde que llega, de si es oportuno aislar a la extrema derecha del acceso a las instituciones o no, los resultados de las recientes elecciones regionales han evidenciado de nuevo la popularidad de una visión antipolítica apoyada por una parte considerable de la ciudadanía. El fenómeno de la España vaciada (que ha fracasado en todas las provincias en las que solo era un pretexto de laboratorio) y la fortaleza con la que Vox ha consolidado su representación (a través del regalo que ha supuesto el adelanto de estas elecciones que se convocaron en clave interna en el PP), son consecuencia de una misma visión que parte de una falacia: todos los políticos son malos, cuando no inútiles, salvo los políticos que impulsan ese diagnóstico.

Se podría dedicar espacio, y debe hacerse, a analizar cuáles son las condiciones objetivas que han facilitado el surgimiento de estos fenómenos. Sin ese diagnóstico será imposible canalizar los retos que plantean. Pero el debate sería parcial si no se denunciara la peligrosa normalización con la que paulatinamente se introducen ideas reaccionarias en el debate público de nuestro país y que anteceden la consolidación de estos fenómenos electorales. Convendría debatirlas desde el respeto personal. Ana Iris Simón publicaba hace unos días en este mismo diario un inquietante artículo, Hasta los cojones de todos nosotros, cuyo principal mensaje conecta con la misma pulsión antipolítica que usan siempre los reaccionarios para consolidar sus posiciones: todos los políticos son iguales y da igual a quien votes, porque nunca cambia nada. Una verdad que solo es aplicable (y a medias) en aquellos regímenes en los que todos los políticos responden a una misma estructura orgánica y a una misma concepción del Estado: la de la ausencia de derechos y libertades, la de la ausencia de pluralidad de partidos y la de la ausencia de democracia. Si todos son iguales, ¿por qué defender la democracia? Si nada cambia, ¿por qué hacer esfuerzos en mantenerla? El “todos son iguales” es una hipótesis repetida en numerosas ocasiones por parte de quienes o bien quieren mirar hacia otro lado, o bien quieren usarlo de pretexto para proponer determinada visión del mundo. Todos son iguales, salvo el que dice que todos son iguales. Ese no. Ese es el bueno. El redentor. El mesías. El que nos va a salvar. O el que queremos que gane.

Esta lógica ha sido repetida también las últimas semanas a raíz (o quien sabe si como pretexto) de la bochornosa votación que vivió el Congreso ante la reforma laboral impulsada por el Gobierno de España, con la complicidad de la Comisión Europea, pactada por patronal y sindicatos, y apoyada por diputados socialdemócratas, liberales, conservadores, comunistas o verdes. Como si la negociación, transacción, renuncias y vocación de llegar a acuerdos para mejorar las condiciones materiales de los trabajadores, estuviera al mismo nivel que la traición de los diputados regionales de UPN, que ni siquiera fueron capaces de defender su posición en el pleno, a ver si así pillaban por sorpresa al Gobierno, y a sus socios, o a las ya sistemáticas acusaciones hiperbólicas contra nuestras instituciones democráticas de una parte de la oposición, que en esta ocasión acusaron a la presidenta del Congreso de “pucherazo” o “secuestrar la democracia” sin prueba alguna.

En este contexto, según la autora, “nos entretenemos llamándonos fachas o rojos”, como si en la historia de nuestro país el fascismo no hubiera impuesto una dictadura durante 40 años, tras dar un golpe de Estado con la complicidad de los nazis, y como si los rojos no hubieran sido fundamentales en la Transición hacia nuestra democracia. Vamos, como si fueran lo mismo. Dice Ana Iris Simón que al final siguen mandando los mercados. Como si fuera lo mismo el capitalismo de Suecia que el capitalismo de Perú. O como si fuera lo mismo apoyar un ingreso mínimo vital (criticable por su ejecución, no por su necesidad), que no hacerlo; como si fuera lo mismo subir 300 euros del SMI en apenas cuatro años, que oponerse a ello, o como si fuera lo mismo dedicar una parte importante del último año de la acción política a que los empresarios y representantes de los trabajadores llegaran a un acuerdo para mejorar las condiciones laborales, y la estabilidad de la norma aprobada, que boicotear su aprobación. Pocos debates como el de la reforma laboral han servido tanto para mostrar la política como espacio para la transformación (con nombres y apellidos) y la política como excusa para la destrucción (con unos protagonistas también perfectamente identificables). Señalar que todos son iguales, en este o cualquier otro debate, implica asumir que da igual quién esté al frente y que la política no sirve para nada. Y si la política no sirve para nada, porque todos son iguales, porque nunca cambia nada, no sé muy bien para qué queremos instituciones, y menos aún para qué queremos democracia. Aun cuando esos mismos nos hagan creen constantemente que cualquier tiempo pasado fue mejor, olvidan siempre que solo los privilegiados tenían más derechos que nosotros, solo los jóvenes privilegiados tenían acceso a más oportunidades que nosotros y, olvidando, que ningún fallo del sistema podía ser corregido tras la reivindicación de todos nosotros.


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