Mascarilla y ruido

La peste nos está dejando un mundo que va al grano, donde los espacios físicos que propician el ‘efecto Sinatra’ se cierran o se maldicen, por contagiosos

Frank Sinatra interpreta 'My way' en un concierto en Israel en 1976.Daniel Rosenblum (Getty Images)

Para Frank Sinatra, el micrófono no era solo un mecanismo para amplificar y grabar su voz, sino un instrumento musical del que fue un maestro. Se acercaba o se alejaba cuando le convenía, y controlaba la respiración y la pronunciación de las consonantes como un virtuoso. El resultado se conoce en su gremio como efecto Sinatra: sus versos podían sonar mucho más íntimos, entusiastas, elegantes o irónicos según dónde pusie...

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Para Frank Sinatra, el micrófono no era solo un mecanismo para amplificar y grabar su voz, sino un instrumento musical del que fue un maestro. Se acercaba o se alejaba cuando le convenía, y controlaba la respiración y la pronunciación de las consonantes como un virtuoso. El resultado se conoce en su gremio como efecto Sinatra: sus versos podían sonar mucho más íntimos, entusiastas, elegantes o irónicos según dónde pusiera la boca. Los micros de gran diafragma que usaba eran tan sensibles que registraban absolutamente todo, lo que le permitía crear ambientes muy expresivos.

Los micros digitales que llevamos en los teléfonos inteligentes están diseñados al revés que aquellos: identifican muy bien la voz y la separan del ruido, por eso podemos entendernos en el Metro o en lugares muy cargados, y por eso Sinatra en un iPhone no sonaría a Sinatra. Solo sería un cantante correcto, no un artista capaz de retorcerle el tuétano al oyente. En la era digital sonamos mucho más limpios y claros, pero también más planos. La tecnología que llevamos en el bolsillo sirve para comunicar el contenido de los mensajes, no su contexto.

Tinder es muy efectivo para encontrar alguien afín con quien echar un polvo, pero elimina todo el ruido de la seducción y el cortejo. Se pueden seguir las clases o un congreso por Zoom, pero no percibimos el ambiente ni nos llegan las bromas y los chismes del café. Un mensajero nos puede llevar a casa la comida del mejor chef, pero no el murmullo y la luz de su restaurante. La peste nos está dejando un mundo que va al grano, donde los espacios físicos que propician el efecto Sinatra se cierran o se maldicen, por contagiosos. Por eso las discusiones digitales son cada vez más broncas, de puro limpias, y algunos necesitan ensuciarlas un poco con emojis vulgarotes que no sustituyen a los guiños ni las sonrisas analógicas.

Un robot necesita precisión. Los seres humanos necesitamos ambigüedad. Todo lo que vale la pena en nuestras vidas es ruido. No conversamos con los amigos solo para decodificar sus fonemas y procesar la información de sus frases, del mismo modo que no solo paseamos para llegar a un sitio. Es hora ya de que la añoranza del ruido se imponga al miedo al contagio. En algún momento, en cuanto pase esta pleamar, habrá que quitarle la mascarilla a Sinatra para que vuelva a susurrarnos al oído. Y si nos contagia, que al menos nos quiten lo cantado.


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