Tejer ciudadanía social más allá del Estado de bienestar

Tras la Gran Recesión y la pandemia, vivimos un desencaje de época al que ya no se puede responder con la lógica política del siglo XX y obliga a repensar en qué consiste la política social

NICOLÁS AZNÁREZ

Venimos de una década convulsa. La Gran Recesión golpeó los parámetros económico-financieros de la globalización desregulada. Y su gestión política, en clave austeritaria, configuró la fase más intensa del ciclo neoliberal. La pandemia altera las coordenadas. Resurge lo colectivo como necesidad humana, más que como opción disponible en el abanico ideológico: ahí está la puesta en...

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Venimos de una década convulsa. La Gran Recesión golpeó los parámetros económico-financieros de la globalización desregulada. Y su gestión política, en clave austeritaria, configuró la fase más intensa del ciclo neoliberal. La pandemia altera las coordenadas. Resurge lo colectivo como necesidad humana, más que como opción disponible en el abanico ideológico: ahí está la puesta en valor de servicios públicos y prácticas solidarias; ahí está el esquema europeo de reconstrucción. Pero más allá de crisis cíclicas y respuestas coyunturales, subyacen también dinámicas de cambio de época en múltiples dimensiones. La última década dibuja un tiempo de transformaciones intensas, diversas y aceleradas, llamadas a redibujar trayectorias personales y horizontes colectivos: emerge una nueva era. En la esfera socioeconómica se despliegan los procesos de transición tecnológica; se extiende la financiarización y sus lógicas especulativas; se redefinen factores de desigualdad y expresiones de vulnerabilidad. En la esfera sociocultural irrumpe un mundo de complejidades cotidianas, de discontinuidades vitales e incertidumbres biográficas. En la esfera ecológica se agudizan los riesgos ambientales socialmente producidos; se dibujan procesos de gentrificación, segregación y geografías de despoblación. En la esfera política se redefinen referentes de pertenencia; afloran energías ciudadanas de nuevo tipo; y se configuran coaliciones en torno a dimensiones emergentes de conflicto.

Explica Hirschman en Retóricas de la intransigencia que ante los escenarios de cambio de época surgen pulsiones conservadoras capturables en tres tesis: futilidad, riesgo y perversidad. La futilidad supone la banalización del cambio. Riesgo y perversidad implican una lógica de fatalidad: el cambio llevaría a cuestionar conquistas y agravar problemas. Si eso fuera así, bastaría forjar estrategias entre el inmovilismo y la resistencia. Pero otra mirada es posible. Las dimensiones del cambio de época pueden ser leídas como coordenadas de reconstrucción de ciudadanía. El contexto actual de emergencia climática e incertidumbres postpandémicas resulta el escenario donde cartografiar los contratos sociales, ecológicos y de género para el siglo XXI: un entramado de derechos conectados a la sociedad surgida de las grandes transiciones, y a su nueva estructura de riesgos colectivos. Parece evidente que entre todo ello y las lógicas fordistas-keynesianas que alumbraron los regímenes de bienestar del siglo XX se abre un abismo. Se trata de un desencaje de época que convoca a explorar políticas de nuevo tipo y nuevas formas de producirlas. Al situar el Estado de bienestar frente al espejo del cambio de era, emergen tres esferas propositivas clave:

1) Enlazar igualdad con diferencias y autonomía con vínculos. El tiempo nuevo viene cruzado por tensiones: ejes emergentes de desigualdad, discriminación, ausencia de libertad y exclusión relacional. La reconstrucción de derechos debería conducir a espacios de equidad (forjar igualdad), diversidad (reconocer diferencias), autodeterminación personal (generar autonomía) y comunidad (articular vínculos). La gramática de una ciudadanía social posible para el siglo XXI se escribe en la conexión de igualdad con diferencias y de autonomía con vínculos. Materializar la construcción de equidad en un marco de diversidades puede requerir, en clave de políticas, cuatro giros sobre los términos del viejo contrato social: hacia la predistribución, más allá de lógicas redistributivas clásicas; hacia los feminismos, más allá de las relaciones de género dominantes; hacia la interculturalidad, más allá de las concepciones tradicionales de integración; hacia las edades, más allá de enfoques adultocráticos. Materializar la construcción de autonomía en un marco de fraternidad, puede requerir cuatro nuevas transformaciones: hacia la renta básica, para garantizar condiciones materiales de existencia y libertad real; hacia la transición ecosocial, para construir justicia climática global y soberanías de proximidad; hacia los cuidados, como bienes comunes relacionales orientados a superar vulnerabilidades cotidianas; y hacia la agenda urbana, para asegurar el derecho a la ciudad.

2) Democratizar la ciudadanía social. El Estado de bienestar keynesiano se inscribió en una doble coordenada institucional: un modelo de democracia representativa con procesos limitados de implicación ciudadana; y un esquema burocrático de gestión pública heredero de dogmas weberianos. Ambos parámetros guardan relación: una democracia de baja calidad participativa encaja bien con una administración de baja intensidad deliberativa. Hacia finales del siglo XX, la ofensiva mercantilizadora diseña, en el plano de la administración, el esquema del New Public Management (NPM): transferencia de la lógica empresarial al ámbito público, externalizaciones y sustitución de ciudadanos por clientes. Hoy, en pleno siglo XXI, la reconstrucción de la ciudadanía social afronta el reto de impulsar el giro hacia lo común: superar tanto el monopolismo burocrático como el NPM y convertir los derechos sociales en ámbitos de profundización democrática. La gobernanza participativa y relacional implica políticas generadoras de democracia activa, servicios reconfigurados como bienes comunes, y prácticas ciudadanas como espacios de autogestión de derechos. Supone una esfera pública articulada por redes público-comunitarias, procesos de coproducción, e iniciativas de innovación social. Una gobernanza orientada a vertebrar lo común más que a gestionar burocracias. Con una administración democrática y deliberativa; y una acción colectiva declinada en términos de construir, más que de resistir.

3) Fortalecer la proximidad y la ciudadanía multiescalar. La sociedad industrial generó marcos nacionales de gestión del conflicto de clases, el contrato social fraguó en el espacio de los Estados. A finales del siglo XX, los procesos incipientes de europeización/descentralización implicaron un cambio en la geografía del bienestar: el viejo esquema dio paso a las primeras redes multiescalares. En el ámbito europeo cuajaron dos opciones estratégicas. Priorizar la agenda urbana/regional de los programas de cohesión y apostar por un engranaje de gobernanza compleja. La Unión jugaría un papel relevante; pero lejos de excluir, operaría como palanca de activación de políticas sociales multinivel. En el siglo XXI, las transiciones ahondan en el giro socioespacial y la escala europea aborda dos retos simultáneos: ampliar capacidades de gobierno en consonancia con el carácter global de los nuevos riesgos ecosociales, y democratizar procesos para trabajar de forma más cooperativa y horizontal con los espacios de proximidad. En el ámbito urbano, irrumpen nuevas fragilidades conectadas a la transición sociocultural (crisis de los cuidados, dificultades de acogida, soledades) que remiten a una arquitectura más cotidiana de los derechos sociales. Aparecen también fracturas vinculadas a la transición socioeconómica (desahucios, gentrificación, segregación residencial) que convocan a reconstruir ciudadanía desde la centralidad del hábitat. Frente a la trazabilidad local de los cambios, emerge el reto de fortalecer el bienestar de proximidad por medio de políticas ubicadas en los márgenes del Estado social: inclusión, cuidados, vivienda, movilidad sostenible… Reescribir, en síntesis, una institucionalidad con más poder en el territorio: allí donde las cosas pasan, donde late la inteligencia colectiva para abordarlas.

Tejer ciudadanía social en el siglo XXI es una tarea tan compleja como necesaria. El cambio de época nos ubica en transiciones vitales donde crecen miedos y esperanzas, incertidumbres y oportunidades. Forjar contratos sociales, ecológicos y de género conectados a esas nuevas realidades implica superar muchas coordenadas del viejo modelo de bienestar. Supone vertebrar un campo de políticas y prácticas donde la igualdad pueda conversar con las diferencias; donde la autonomía personal pueda hacerlo con la fraternidad. Supone también vincular lógicas de protección con más y mejor democracia; conectar la transformación de las administraciones con la articulación de lo común. E implica, finalmente, fortalecer la dimensión de proximidad de los derechos sociales, con el municipalismo como motor de ciudadanía en marcos cooperativos de gobernanza multiescalar.

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