Tan jóvenes y tan viejos
La amistad va más de tolerar que de querer cambiar, de comprender que de exigir; es lo contrario al presentismo pero requiere presencia, que muchas veces se basa en querer al otro a pesar de y no por sus pareceres y opiniones
Llevo con los mismos 12 amigos desde que, con 12 años, nos conocimos en el instituto. Sin necesidad de cuotas ni de cursillos de deconstrucción de roles de género siempre hemos sido cinco chicas y siete chicos, lo que en la adolescencia, os podéis imaginar, dio mucho juego.
Llevamos más de media vida juntos, así que nos hemos abrazado en festivales y en tanatorios, en bodas y en rupturas amorosas. Nos hemos visto llorar y reír, hemos discutido y nos hemos reconciliado, hemos pedido perdón y...
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Llevo con los mismos 12 amigos desde que, con 12 años, nos conocimos en el instituto. Sin necesidad de cuotas ni de cursillos de deconstrucción de roles de género siempre hemos sido cinco chicas y siete chicos, lo que en la adolescencia, os podéis imaginar, dio mucho juego.
Llevamos más de media vida juntos, así que nos hemos abrazado en festivales y en tanatorios, en bodas y en rupturas amorosas. Nos hemos visto llorar y reír, hemos discutido y nos hemos reconciliado, hemos pedido perdón y hemos perdonado. Juntos hemos aprendido que la amistad, con los años y como casi todo, se va convirtiendo en lo contrario a lo que uno pensaba que era en la adolescencia, cuando la empezó a descubrir. Que va más de tolerar que de querer cambiar, de comprender que de exigir; que es lo contrario al presentismo pero requiere presencia, que muchas veces se basa en querer al otro a pesar de y no por sus pareceres y opiniones sobre lo divino y lo humano. Y que eso es el amor.
Después han llegado otros, claro, amigos de la universidad o del trabajo, colegas que se hacen por afinidades relativas al ocio, al parecer político e incluso a la clase social, pero es con mis 12 amigos de siempre con quienes hablo como si me hablara a mí misma: conozco los niños que fueron, así que sé por qué se acabaron convirtiendo en los adultos que son. Eso siempre es jugar con ventaja.
La semana que viene celebraremos el cumpleaños de los últimos en alcanzar la treintena, Cynthia y Banegas, y este año que acaba se nos ha casado la primera y la primera —yo— ha tenido un crío. Como ni la juventud ni la vida adulta son lo que eran, como ya no existe el imperativo de ir tachando de la lista una serie de rituales de paso que le convierten a uno en un hombre hecho y derecho sino que lo que vivimos es casi lo contrario, la recomendación encarecida de huir de ellos, mis amigos y yo nunca habíamos tenido vidas tan dispares.
Los hay con trabajos estables, con empleos precarios e incluso en paro. Hay casados, parejas de hecho y hay quien sigue usando Tinder. Hay quien comparte piso, quien vive con su pareja y quien aún está en casa de sus padres, porque en muchos casos el imperativo no es solo social sino material. Algunos no es que no quieran, es que no pueden conquistar lo que hasta ayer significaba la adultez: dejar de depender económicamente de los padres, poder, si uno quiere, convertirse en uno.
La canción de Sabina, esa que dice “tan jóvenes y tan viejos”, nunca había tenido tanto sentido. Hoy uno cumple 30 y no sabe muy bien qué es. Nos pasa como a mi hermano de crío, que como quería ser mayor se inventaba tramos de edad que no existían: con siete años decía de él que era un joven adolescente y que mi padre, con cuarenta y pico, era un maduro interesante. Esto último probablemente fuera verdad.
La juventud ya no es un estado del alma, como decía aquel, sino un imperativo, pero las canas salen por mucho que uno se empeñe en seguir usando gorra pasados los 30. En el año en que los hemos cumplido, pienso en mis 12 amigos y en que cada vez contamos más anécdotas y fabricamos menos, pero al fin y al cabo eso es la vida. Y pienso, también, en el privilegio que ha sido y es crecer con ellos.