La victoria lingüística del terrorismo

La evocación de fiereza instintiva, de individualismo y arrojo y también de éxito sobre las víctimas que evoca la figura del lobo solitario debería ponernos en alerta

Varias personas dejan flores este lunes frente al estudio y la casa de la artista Hanne Englund, una de las víctimas de Kongsberg.TERJE BENDIKSBY (AFP)

Un atentado es un hachazo visible que provoca montañas de dolor individual y despierta un miedo justificado en las sociedades. Ante eso, la cuestión lingüística de cómo narramos un acto de terrorismo puede parecer trivial, pero precisamente por la necesidad de relatar el horror en los términos que merece, sorprende ver cómo aceptamos el uso de determinadas expresiones que desenfocan por completo nuestra forma de entender y valorar estos hechos y que, posiblemente, resultan ofensivas para las víctimas y engañosas para la sociedad.

La semana pasada, en Kongsberg (Noruega)...

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Un atentado es un hachazo visible que provoca montañas de dolor individual y despierta un miedo justificado en las sociedades. Ante eso, la cuestión lingüística de cómo narramos un acto de terrorismo puede parecer trivial, pero precisamente por la necesidad de relatar el horror en los términos que merece, sorprende ver cómo aceptamos el uso de determinadas expresiones que desenfocan por completo nuestra forma de entender y valorar estos hechos y que, posiblemente, resultan ofensivas para las víctimas y engañosas para la sociedad.

La semana pasada, en Kongsberg (Noruega) un individuo armado de arco y flechas mató a cinco personas; en el Reino Unido un político conservador fue apuñalado hace unos días en una reunión electoral. Ambos asesinatos están siendo investigados para esclarecer una posible relación con el radicalismo islámico. En la urgencia de la actualidad, algunos medios españoles, dando estas dos noticias tan impactantes y crueles, otorgaron rápidamente a sendos asesinos el calificativo de lobos solitarios en los titulares.

Creo que cada vez que se dice eso de lobo solitario se muestra de nuevo la callada victoria lingüística del terrorismo sobre sus víctimas. Lobo solitario, un calco del inglés lone wolf, se usa convencionalmente para aludir al individuo que perpetra un acto terrorista sin una macroestructura que lo ampare, lo arme o lo financie. También podemos escuchar esta expresión para señalar a determinados agentes sociales que ejercen libremente, a su aire, como lobos solitarios dentro de organizaciones que nos parecen sistémicamente gregarias en su funcionamiento (como las formaciones deportivas o los partidos políticos). Con todo, lo común en español ha sido sacar a relucir al lobo para designar a los terroristas que atacan individualmente fuera de una jerarquía concreta que orqueste el cómo y el cuándo de las acciones.

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La evocación de fiereza instintiva, de individualismo y arrojo y también de éxito sobre las víctimas que evoca la figura del lobo debería ponernos en alerta. Llamar lobo al terrorista es animalizarlo, sí, pero confiriéndole la facultad de ser más poderoso que el grupo social contra el que actúa. Denominarlo así nos convierte en corderos desvalidos, cambia el esquema de convivencia entre iguales que nos damos como democracia y otorga atributos de dominio y poder al radical temerario. Los lobos son animales de manada y según los describen los biólogos que han estudiado su comportamiento en libertad, si salen del grupo es porque han sido apartados de él por reasignaciones de liderazgo en época de apareamiento. Separado del grupo, el lobo solitario tiene más difícil su supervivencia y acentúa su agresividad.

Otorgar esa bravura al terrorista es una concesión torpe, por eso creo que deberíamos expulsar la expresión lobo solitario fuera del lenguaje periodístico. Entre los mismos expertos policiales, empieza a ser reemplazada por perro o rata extraviada. Supongo que un término más neutro y menos evocador como terrorista aislado tendría una menor capacidad de propagación en el lenguaje contagioso de los medios, tan dado al símil y a la recreación audiovisual, pero es necesario levantar ese barniz de heroicidad que lingüísticamente otorgamos al fanático. Ni lobos ellos, ni corderos nosotros.

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