El regreso de Erasmo

Tenemos todo el derecho, y aun la obligación, de refutar todas aquellas ideas que nos parezcan falsas o perniciosas pero, aunque hay muchos que hacen todo lo posible para merecer ser insultados, no hay nadie que se merezca insultarlos

ENRIQUE FLORES

De vuelta de Roma, indignado por la decadencia eclesiástica, montado sobre un burro y sin poder consultar sus libros, Erasmo redacta mentalmente lo que cree que ha de ser la más dura lección contra la necedad de este mundo. Su diatriba será terrible. ¡Que tiemblen los imbéciles! Erasmo —lo estoy viendo— se ríe entusiasmado mientras avanza hacia el norte. Así debía sentirse Javier Marías al escribir sus dos últimos artículos, titulados Famosos imbéciles morales I y II, en los que arremete contra aquellos políticos a los que considera “incapaces de comprender los principios morales”. Dice...

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De vuelta de Roma, indignado por la decadencia eclesiástica, montado sobre un burro y sin poder consultar sus libros, Erasmo redacta mentalmente lo que cree que ha de ser la más dura lección contra la necedad de este mundo. Su diatriba será terrible. ¡Que tiemblen los imbéciles! Erasmo —lo estoy viendo— se ríe entusiasmado mientras avanza hacia el norte. Así debía sentirse Javier Marías al escribir sus dos últimos artículos, titulados Famosos imbéciles morales I y II, en los que arremete contra aquellos políticos a los que considera “incapaces de comprender los principios morales”. Dice que no se trata de un insulto, sino de una descripción, pero a mí me parece que el tono de ambos escritos lo desmiente. Aunque hay muchos que hacen todo lo posible para merecer ser insultados, no hay nadie, y aún menos un escritor de su talla, que se merezca insultarlos. Resistirse a la cólera y frecuentar la ironía, aun cuando el mundo nos lo ponga tan difícil, es, precisamente, lo que Erasmo descubrió en aquel viaje.

Y es que, a medida que avanzaba, su risa fue dejando paso al silencio. Era como si su obra se le escapase de las manos. El satírico autoelogio de la necedad le resultaba cada vez más verosímil. Al fin y al cabo, sin un punto de estulticia y de locura no existiría ni la pasión, ni el arte, ni la heroicidad, ni la amistad. Tampoco el amor y el sexo serían posibles, y la vida se extinguiría con ellos. Erasmo está perplejo. Quería castigar con brillante sarcasmo la necedad de este mundo, y se encuentra con una especie de fundamento ontológico. “Yo soy el principio y la fuente de la vida”, llegará a decir la necedad con contundencia bíblica.

¿Qué hacer? Muchos otros habían tronado, antes que él, contra la locura de este mundo, al que nos exhortaban a renunciar. Pero Erasmo es un humanista, y para él la vida es un valor supremo. Me lo imagino, ya en los Alpes, a la altura de Sils Maria (allí donde cuatro siglos más tarde Nietzsche tendrá su visión del eterno retorno), diciéndole sí a la vida, a pesar del sufrimiento, a pesar de la locura, a pesar de la necedad. Me lo imagino también escogiendo el título, Encomium moriae, “elogio de la locura”, o “de la necedad”, que también puede traducirse como “elogio de More”. Es un guiño irónico a su amigo Thomas More, futuro autor de la Utopía, con el que siempre discute sobre si el deber del sabio es transformar o aceptar la realidad. Erasmo aún no lo sabe, pero acaba de concebir la primera contrautopía, que entiende como una aceptación plenaria de la vida. Y vuelve a reír. Sólo que ahora su risa es diferente, es menos severa, es más amable. Es la sonrisa del humanismo.

De esa irónica ambigüedad no sólo surgirá toda la literatura moderna (pienso en Montaigne, en Cervantes o en Shakespeare), sino también el espíritu democrático, que es incompatible con el dogmatismo y el insulto. Pero en demasiadas ocasiones se nos congela la sonrisa y nos tienta la cólera. Y aunque coincido con Oscar Wilde en que la única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella, también creo que es mejor hacerlo en privado. Y es que tratar de imbéciles a los demás, no sólo es una falacia ad hominem, que no constituye una refutación (puesto que el más necio de los hombres podría estar diciendo la verdad), sino que resulta además una pésima estrategia, ya que el insulto degrada el debate público razonado, que es la gracia de la democracia, en una serie de afrentas personales, que es la desgracia de la política.

Tenemos todo el derecho, y aun la obligación, de refutar todas aquellas ideas que nos parezcan falsas o perniciosas. Pero si algo nos enseñó Trump es que insultar a los votantes puede ser tan contraproducente como injusto. Contraproducente, porque el insulto es una Medusa que transforma el cuerpo del pensamiento en la piedra de la identidad. E injusto, porque en muchas ocasiones ese voto es la expresión de unos padecimientos o unas carencias de los que quizá estemos libres, por obra y gracia del azar, y de los que puede que seamos responsables, por acción u omisión.

Por eso, antes de ceder a la tentación de insultar a los demás, deberíamos acordarnos del burro de la fábula, que al ver que la multitud se postraba ante las reliquias que transportaba, se daba grandes aires, creyendo ser un dios. Porque toda la inteligencia y toda la cultura que podamos tener no son realmente nuestras, sino que constituyen una carga preciosa, o una herencia afortunada, que no nos confiere el derecho a burlarnos de los demás, sino que nos impone, en todo caso, la obligación de compartirla con ellos. Ahora que lo pienso, puede que sea cierto que todos somos “imbéciles”, aunque sólo sea en su sentido etimológico (seguramente popular), porque a todos nos falta apoyo, y lo que deberíamos hacer es avanzar sosteniéndonos los unos en los otros, y tratando de que nadie quede atrás. San Pablo se cayó del caballo y vio la luz. Nosotros no deberíamos bajarnos jamás del burro de Erasmo.

Bernat Castany Prado es filósofo y profesor en la Universidad de Barcelona.

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