Hacerse cargo del dolor ajeno

La obra de Leonardo Sciascia sigue viva para iluminar con piedad e ironía las entrañas del terror

El cadáver de Aldo Moro, hallado en mayo de 1978 en el maletero de un coche en Roma tras ser asesinado por las Brigadas Rojas.Keystone / Getty Images

Ahora que en estos últimos días se han vuelto a ver las desoladoras imágenes de los atentados del 11-S —los aviones golpeando contra los edificios, los torres derrumbándose, las personas que se lanzan al vacío, las que caminan como sonámbulas cubiertas de polvo, las que corren desesperadas—, se ha podido recordar el verdadero rostro del terror. Y también, entre tanta ruina y tanto sufrimiento, ...

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Ahora que en estos últimos días se han vuelto a ver las desoladoras imágenes de los atentados del 11-S —los aviones golpeando contra los edificios, los torres derrumbándose, las personas que se lanzan al vacío, las que caminan como sonámbulas cubiertas de polvo, las que corren desesperadas—, se ha podido recordar el verdadero rostro del terror. Y también, entre tanta ruina y tanto sufrimiento, se ha colado con firmeza la piedad. Esa actitud, ese gesto, esa disposición de abrir los brazos y recoger en ellos un cuerpo roto y quebrado que resume el dolor y la enorme sinrazón de la vida. Como en la escultura de Miguel Ángel. Hacerse cargo. De eso va la piedad, más allá de cualquier resonancia religiosa, de hacerse cargo del otro, de tomarlo tal cual y acogerlo. Y esa piedad ha formado parte de la mirada de Leonardo Sciascia, el escritor italiano que nació hace 100 años en Racalmuto, Sicilia, y que se ocupó en sus libros de recoger y entender los asuntos más variados de gente de condición muy diversa: ambiciones, temores, rarezas, astucias, vanas ilusiones, la vileza más descarnada pero también el gesto gratuito de una inteligencia superior, como cuando al relatar la infancia de Ettore Majorana, aquel enorme físico siciliano que un día desapareció, explica que siendo solo un muchacho ya garabateaba complicadas fórmulas en los paquetes de tabaco y que luego tiraba a la papelera “teorías merecedoras de un Premio Nobel”.

La otra nota que marcó la manera de acercarse de Sciascia a las cosas fue la ironía, y el humor, esa distancia necesaria para no implicarse demasiado sentimentalmente y poder ver las cosas con claridad. Estuvo pegado a su tierra, Sicilia, pero desde ahí levantó vuelo para alcanzar horizontes más lejanos. Y se vio obligado a meter la nariz en legajos, documentos y papeles para explorar la naturaleza de las criaturas que le interesaron, pero eso no le impidió atrapar la ligereza de la vida, sus quiebros, desmanes y caprichos.

En El caso Moro se ocupó del terror. Su gran obsesión fue entender por qué la Democracia Cristiana abandonó a uno de los suyos y permitió que fuera asesinado, cómo se puso por delante la razón del Estado y el afán de no ceder ante la barbarie frente a la obligación de salvar una vida. Las Brigadas Rojas secuestraron al senador Aldo Moro en marzo de 1978 y, tras 55 días de cautiverio, uno de los terroristas llamó por teléfono el 9 de mayo al profesor Franco Tritto para decirle que lo habían liquidado y dónde se podía encontrar su cadáver.

Lo que le llamó la atención a Sciascia fueron los buenos modales del brigadista al dar la noticia. También contaba, en otro momento del libro, la buena disponibilidad que había encontrado un miembro de las Brigadas Rojas al asaltar un banco: llegó a firmar un recibo cuando le entregaron el dinero, siempre a punta de pistola, y pidió que no avisaran a la policía hasta mucho más tarde, cosa que se cumplió escrupulosamente.

Los formas exquisitas de los asesinos y la voluntad por parte de algunos de facilitarles las cosas: esos dos componentes a veces terminan por difuminar lo que de verdad significa el terror. Qué lástima no poder saber nunca cómo Sciascia hubiera contado la marcha de homenaje que el entorno de Sortu tiene previsto realizar para Henri Parot, un etarra condenado por 39 asesinatos.


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