Un poco de saliva, un mal presagio
Las imprevisibles observaciones de Kafka en sus diarios y cartas dan pistas para acercarse al presente
Vaya época, ¡qué extraña! Ya han pasado meses desde que se supo del coronavirus, luego vinieron los contagios y los muertos. El confinamiento, las restricciones, el gel y las mascarillas. ...
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Vaya época, ¡qué extraña! Ya han pasado meses desde que se supo del coronavirus, luego vinieron los contagios y los muertos. El confinamiento, las restricciones, el gel y las mascarillas. Todavía hoy la pandemia es uno de los asuntos recurrentes en las conversaciones, y se sigue viviendo bajo la sensación de una amenaza, de habitar un tiempo anómalo, a la espera de que termine de una vez este paréntesis. Durante esta última época, cualquier minúsculo ruido que sintiera uno por dentro se convertía de inmediato en una pequeña preocupación, en fuente de ansiedades y temores. Algo podía ir mal, así que se prestaba mucha atención al más minúsculo susurro de los pulmones, de la garganta o de los párpados. Cualquier órgano que desafinara destapaba todas las alarmas. “Resulta que me han venido unos dolores reumáticos en la espalda”, le escribió Franz Kafka a Max Brod el 18 de marzo de 1910, “que bajaron luego a la zona lumbar y después a las piernas, pero entonces no se metieron en la tierra, no, sino que subieron a los brazos”. Las molestias empiezan en un sitio y no se sabe dónde terminan.
Kafka tuvo una salud frágil, anduvo siempre medio enfermo y pasó por distintos tratamientos, y terminó muriendo de tuberculosis a los 40 años. Unos días antes de la carta anterior, en otra que le envió el 12 de marzo también a Brod, procuraba explicarle cuál era la naturaleza de su situación, por ejemplo cuando tenía un dolor de estómago. “Y así es con todo”, le comentaba, “no consisto más que en puntas que penetran en mí, y si quiero defenderme y utilizar la fuerza, solo consigo introducir aún más las puntas”. La imagen es terrible —Kafka era muy amigo de llevar al límite las consideraciones aparentemente más triviales—, pone los pelos de punta. Es posible que estuviera simplemente tratando de ejercitar su escritura en la construcción de imágenes lacerantes, o quizá lo estaba pasando mal. Lo que resulta revelador de su autodiagnóstico es esa idea de que el mal penetra y que, cuando se pone toda la fuerza en combatirlo, penetra aún más.
En esas andamos: muchos de los logros que se tenían hasta hace poco por fortalezas parecen haberse vuelto ahora en contra de las sociedades actuales. Kafka, a su manera y con su sentido del humor tan peculiar y con esas observaciones tan imprevisibles que volcaba en sus textos privados, dejó un montón de hilos para tirar de ellos (por diversión, por gusto, sin solemnidad). En sus diarios, por ejemplo, apuntó en 1911 un par de frases —como caídas del cielo, en qué estaría pensando—. Una de ellas dice: “¿Te quedarás aquí todavía mucho rato?, pregunté. Al hablar de repente, se me escapó volando de la boca un poco de saliva, lo cual fue un mal presagio”.
Un mal presagio porque se le escapara un poco de saliva. En esta última temporada esa minucia ha sido una de las grandes preocupaciones a escala global (y las mascarillas empezaron a forma parte de la indumentaria cotidiana de todos y cada uno). Kafka estaba en sus cosas, claro, nada que ver con lo que pasa hoy. Algunos grandes teóricos dijeron que sus novelas eran las que mejor expresaban lo que fue el siglo XX. Igual ahora resulta que sus diarios y cartas nos ilustran sobre las fragilidades del presente. Pero todo eso es irrelevante. Lo que no lo es es perderse la lectura de esas piezas: son deliciosas.