Kristsina Tsimanuskaia, la disidente accidental
La deportista bielorrusa solo quería correr en la categoría para la que llevaba años entrenando, y se ha convertido en el mayor escándalo político de los Juegos de Tokio 2020
Kristsina Tsimanuskaia solo quería correr en la categoría para la que llevaba años entrenando y no en la que, sin aviso previo, decidieron sus entrenadores que lo hiciera. Nunca le interesó la política, sabiendo que en su país esas veleidades tienen un alto precio; solo el deporte. Pero de la noche a la mañana, se ha convertido en disidente accidental y en el mayor escándalo político de los Juegos de Tokio 2020.
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Kristsina Tsimanuskaia solo quería correr en la categoría para la que llevaba años entrenando y no en la que, sin aviso previo, decidieron sus entrenadores que lo hiciera. Nunca le interesó la política, sabiendo que en su país esas veleidades tienen un alto precio; solo el deporte. Pero de la noche a la mañana, se ha convertido en disidente accidental y en el mayor escándalo político de los Juegos de Tokio 2020.
No será la última de los cientos de deportistas, músicos, bailarines, científicos, artistas que han aprovechado un gran acontecimiento internacional para escapar de sus países bajo regímenes dictatoriales —entre los más sonados, Nadia Comaneci y Rudolf Nureyev— y hoy es inevitable evocar el ambiente de la Guerra Fría, cuando tales episodios eran un arma política y de propaganda de primera magnitud.
En esta ocasión, sirve para recordar dos inquietantes realidades. Por un lado, la peligrosa deriva de Bielorrusia, atrapada entre el pasado y un poderoso vecino. El miedo de la joven corredora llega poco después del intolerable desvío de un avión de Ryanair en mayo para detener a un opositor y apenas un par de días antes de la sospechosa muerte de otro disidente bielorruso en Kiev; justo un año después de unas elecciones presidenciales manipuladas para mantener a Alexandr Lukashenko en el poder y de las masivas protestas que, desde entonces, ha movilizado la oposición política del país.
Lukashenko es una marioneta de Putin, en un esfuerzo por mantener una zona de influencia heredada de tiempos soviéticos que se intensificó cuando Ucrania quiso inclinarse hacia la Unión Europea a partir de las revueltas del Euromaidán, en 2013. Dependiente de Rusia económica y políticamente, el dictador bielorruso no tiene ni incentivos ni voluntad de iniciar la tan reclamada apertura que devolvería a su país a la senda del siglo XXI.
La otra cruda realidad es la de los disidentes en todo el mundo. La capacidad de rastreo y seguimiento facilitados por la tecnología —además de la de los servicios secretos de toda la vida, claro— y la cada vez mayor osadía y falta de pudor por parte de los Estados represores hacen que no puedan sentirse medianamente seguros en ningún lugar. El del vuelo de Ryanair ha sido uno de los ejemplos más llamativos; el descuartizamiento del periodista crítico Jamal Khashoggi, en la Embajada saudí en Estambul, uno de los más truculentos; el arresto en Marruecos la semana pasada de un periodista uigur acusado de terrorismo por China, uno de los más recientes.
En la actual batalla geopolítica, las sanciones de la Unión Europea a Bielorrusia están llamadas a tener poco efecto; las airadas reacciones contra Arabia Saudí ante el asesinato de Khashoggi se desvanecieron pronto en el aire; y a China, aun también con sanciones por medio, se le chista poco. Mientras los represores no sufran serias consecuencias por sus actos, seguirán campando a sus anchas.