La campeona olímpica Rebeca Andrade aterriza en las tripas del Brasil esclavista
Las élites blancas utilizan de nuevo la narrativa de superación para redimir a un país sumido en la violencia racial y gobernado por un racista declarado
Rebeca es hermosa y, además de hermosa, vuela. Evoca lo mejor de Brasil en un momento en que Brasil muestra sus tripas en plaza pública, empezando por Jair Bolsonaro, nacido y criado en los intestinos del país que más lejos llevó la esclavitud y el genocidio continuado de negros e indígenas. Me alegro por Rebeca y todo lo que representa: la niña negra criada en la favela por una madre soltera que ha conseguido una medalla olímpica al son de funk brasileño, a pesar de tener toda la estructura de un país en contra. Y lo ha hecho en un momento en que el Brasil se avergüenza de sí mismo. Es...
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Rebeca es hermosa y, además de hermosa, vuela. Evoca lo mejor de Brasil en un momento en que Brasil muestra sus tripas en plaza pública, empezando por Jair Bolsonaro, nacido y criado en los intestinos del país que más lejos llevó la esclavitud y el genocidio continuado de negros e indígenas. Me alegro por Rebeca y todo lo que representa: la niña negra criada en la favela por una madre soltera que ha conseguido una medalla olímpica al son de funk brasileño, a pesar de tener toda la estructura de un país en contra. Y lo ha hecho en un momento en que el Brasil se avergüenza de sí mismo. Es maravilloso y realmente necesitamos la belleza. Pero me siento incómoda con la narrativa de “superación” y la manera en la que la “gloria” de Rebeca se utiliza, en muchos casos con buena intención, para encubrir las tripas. O para encubrir que Brasil sigue siendo mucho más de personajes-símbolo de la esclavitud como Borba Gato que de mujeres negras como Rebeca. Mientras Rebeca volaba como excepción, la violencia se desbocaba en el barracón que Brasil nunca dejó de ser y que, con Jair Messias Bolsonaro, ha hecho aumentar la sangre en el suelo.
De ningún modo quiero disminuir el logro de Rebeca. Ha hecho una enormidad. Y que una chica negra de la favela haga enormidades es un poderoso mensaje para otras chicas negras y un mensaje certero para el Brasil esclavista. Pero la narrativa de superación es una prima hermana de la narrativa de la meritocracia. Enaltece al individuo que habría logrado por su propio esfuerzo personal una hazaña extraordinaria, una especie de milagro individual del héroe, en este caso la heroína, que supera todas las adversidades gracias a una fuerza de voluntad extraordinaria. En más de 30 años como periodista, nunca he conocido a ningún ser humano así, ni siquiera a los considerados genios. Por supuesto que hay méritos personales, pero solo se consiguen porque por algún camino hubo oportunidades. Sin duda, un perfil a la altura de la vida de Rebeca, de su familia y de su país mostrará las oportunidades y los encuentros decisivos que Rebeca tuvo en la vida y contextualizará su logro en el marco de lo colectivo y de la colaboración, de la comunidad y de los (escasos) programas gubernamentales.
Lo que quiero decir es que no creo en la superación, creo en políticas públicas. Siempre que se alaba al individuo como producto de sí mismo, se enaltece el capitalismo que produce una desigualdad tan abismal que niega a la mayoría de las niñas negras incluso la posibilidad de comer sano. La narrativa de superación también comete una violencia adicional contra los que ya sufren tanta: la violencia de que podrían haber sido Rebeca si se hubieran esforzado más; la violencia de que las madres solas, que luchan por mantenerse a sí mismas y a sus hijos, degradadas de tantas maneras, podrían haber “producido” Rebecas si se hubieran dedicado más. También por Rebeca y todo lo que ella representa —porque lo representa—, esta narrativa que se hace repetidamente en nombre del bien tiene que derribarse como las estatuas de los asesinos. No debemos utilizar a Rebeca contra todas las Rebecas. Ni siquiera cuando necesitamos urgentemente buenas noticias y redención.
Y así, obligatoriamente, tenemos que hablar de la estatua de Borba Gato. Pocos días antes del salto de Rebeca, Paulo Lima, conocido como Galo, y otros activistas prendieron fuego a la estatua del bandeirante Borba Gato en São Paulo, un “pionero” que exploró Brasil en el siglo XVII. Llevaron a cabo la acción en nombre de la “Revolución Periférica”, dos palabras que, juntas, asustan a la minoría más rica de Brasil. Galo es el líder más interesante que ha surgido en el Brasil urbano del centro sur en los últimos años. Articulador del movimiento de los repartidores antifascistas, “negro y pobre”, Galo representa a los más degradados entre los degradados por el capitalismo contemporáneo, que cobraron especial protagonismo en el momento en que hicieron de puente entre los que podían teletrabajar, durante la pandemia, y los supermercados, las tiendas, las farmacias, los restaurantes, etc., recorriendo las ciudades y arriesgándose en las calles y avenidas infectadas de covid-19 como un ejército de esclavos de un mundo distópico. También son los que atraviesan la supuesta redención tecnológica de las aplicaciones y demuestran que no es más que una nueva fase de la explotación de los cuerpos de los trabajadores. Además de todo el contenido político del movimiento, este grupo de repartidores se ha colocado frontalmente contra el fascismo en Brasil.
La repercusión de la quema de la estatua de Borba Gato ha revelado todo el conservadurismo de las élites, incluso las intelectuales. Y de diversas maneras, desde las más explícitas hasta las más sutiles. Anunciarse como antirracista, sí; pero prender fuego a una estatua, aunque esa estatua rinda homenaje, en la figura de Borba Gato, a los bandeirantes que destruyeron, esclavizaron y mataron a negros e indígenas en el período colonial, eso no. No porque es arte, no porque sería lo mismo que negar la historia, no porque supuestamente pondría a la gente en peligro: todos estos argumentos se sucedieron de forma elegante. No porque todo esto tendría que ser discutido públicamente, como si varios grupos y parlamentarios no lo hubieran intentado durante años, sin éxito. No por las más variadas razones. Y, como de costumbre, hubo quien afirmó que los activistas no entienden nada de historia porque Borba Gato no habría sido tan malo. El último argumento que se esgrime es siempre el de la ignorancia de los protagonistas que se atrevieron a actuar sin pedir autorización o consejo a los que realmente entienden de Historia, con mayúscula.
El asombro no debería provocarlo el acto de prender fuego a la estatua de Borba Gato, sino el hecho de que la estatua siga ahí, después de todo. Antes de continuar, tengo que decir algo sobre el fuego. En la Amazonia, el fuego es el instrumento de los destructores. El fuego criminal quema la selva, incineró gran parte de los humedales del Pantanal, incendió las casas y las islas de los ribereños expulsados por la hidroeléctrica de Belo Monte y, en este momento, quema las casas de los líderes indígenas y campesinos, prendido por las milicias armadas de los grileiros, ladrones de tierras públicas, la base de Bolsonaro en la selva. No nos gusta el incendio que quemó el Museo de la Lengua Portuguesa (que acaba de reabrir) ni el que quemó el Museo Nacional ni el que recientemente ha quemado la Cinemateca. Estos sí que son incendios criminales, bienes públicos que se han dejado quemar. No nos gusta el fuego, pero no seré yo quien les diga a quienes tienen la historia marcada a hierro —y fuego— en el cuerpo cómo deben luchar. Lo que quiero decir es que, en la Amazonia, sabemos muy bien que, en el fuego contra fuego, siempre es el mismo bando el que acaba quemado porque, en Brasil, la materia muerta de las estatuas vale más que la carne viva de los negros y los indígenas.
Este es otro punto del nudo. Borba Gato se incendió, pero el que se quemó fue Galo. Asumió la autoría del acto y fue detenido. Detuvieron incluso a su mujer, que estaba en casa cuando se produjo la manifestación política, y solo la soltaron más tarde. El arresto es una violencia más en su cuerpo negro. En el momento de publicar este texto, Galo sigue detenido. El clamor para que suelten a Galo es mucho menor de lo que debería ser porque la mayoría de los que suelen declararse antirracistas quieren que los que luchan lo hagan con buenas maneras. Quemar estatuas sería de mal gusto porque, en algún estrato subconsciente, quienes tienen privilegios tienen miedo de hasta dónde puede llegar el fuego. Así que, por favor, vamos a discutir sobre el tema sentados a una mesa mientras tú sigues arriesgando tu cuerpo y yo te compenso con una buena propina.
En el lado opuesto también hay un problema. Cómo puedo decirle a Galo cuán extraordinario es su gesto si no es mi cuerpo el que está en riesgo, sino el suyo. Creo que hay que tener cuidado cuando el que va a la cárcel es el otro. Si voy a decirle que sí, que su gesto fue histórico, tengo que estar dispuesta a poner mi cuerpo junto al suyo, a compartir la cárcel con él. Y la cuestión es que, siendo blanca de clase media, eso nunca ocurrirá. O nunca ocurrirá como le ocurre a él. Mi riesgo es infinitamente menor que el de Galo. Así que no basta con aplaudirle. Si realmente nos ponemos al lado de Galo en la lucha contra los Borba Gato contemporáneos, en un estado donde la sede del Gobierno se llama Palacio de los Bandeirantes, debemos estar dispuestos a pagar el precio de protegerlo de las arbitrariedades que vendrán. Lo que quiero decir es que no se puede hacer una rebelión con el cuerpo de los otros.
Un día antes de que Rebeca Andrade ganara la primera medalla olímpica de plata de la gimnasia brasileña nació Suzi, una niña también negra. La arrancaron del pecho de su madre negra nada más salir del útero, en el Hospital Universitario de Florianópolis, porque el Consejo Tutelar decidió que Andrielle Amanda dos Santos no puede criarla. Andrielle es solo un año más joven que Rebeca, ha vivido en la calle y ha consumido drogas, perdió una hija cuando aún era un bebé y la tutela de otras dos. Según un reportaje del portal Catarinas, fue humillada durante el parto y se le impidió seguir amamantando a Suzi, a la que llevarán a una institución. Cuando intentó verla, le dijeron que las visitas estaban prohibidas. También se impidió a los abuelos paternos que registraran al bebé. “En el barracón, se llevaron a nuestros hijos. Entonces, nuestros pechos, llenos de leche, fueron romantizados, y nos llamaron amas de leche, amas de cría, aunque nuestras crías ancestrales habían sido vendidas, secuestradas”, escribió la profesora e intelectual Jeruse Romão en sus redes sociales. Los movimientos sociales que apoyan a Andrielle consideran que la sustracción de la hija de los brazos de su madre es un secuestro del Estado basado en el racismo institucional.
El domingo que Rebeca realizó el salto que la puso en lo más alto del podio olímpico, Galo estaba en la cárcel por quemar una estatua que celebra la esclavitud y el exterminio de los cuerpos de los antepasados de Rebeca, una estatua que celebra el avance sobre la naturaleza en busca de riquezas como el oro de la medalla de Rebeca. Una estatua que sigue ahí. Suzi y Andrielle fueron separadas, la hija negra amputada de su madre negra como en los tiempos de los barracones. En lugar de políticas públicas para amparar a la madre en dificultades, secuestro institucional. Sí, el salto de Rebeca es hermoso y significativo, pero no hay ninguna superación. Brasil sigue aplastando los mismos cuerpos, quemando los mismos cuerpos, acribillando a tiros los mismos cuerpos. No despreciemos a Rebeca y su salto forjando una mistificación redentora que solo es eso, una mistificación. Por cada Rebeca que salta, hay millones de otras agarradas por las piernas para que no puedan saltar y violentadas de diversas maneras, incluso cuando dan a luz a sus hijas negras.
La estatua de Borba Gato no está allí porque sí. Sino porque representa. Los que están en la cárcel no son sus sucesores contemporáneos, sino los que, en legítima defensa, reaccionaron a todo lo que representan los bandeirantes y su exaltación. Los que están en la cárcel son los que siempre han estado en la cárcel. Los que mueren son los que siempre han sido asesinados. Borba Gato está tan vivo como siempre y su versión más mal acabada es hoy presidente de Brasil. Si Rebeca consiguió saltar es porque representa siglos de resistencia contra todas las formas de muerte promovidas y apoyadas por el Estado brasileño y sus élites. No hay redención. No hay superación. No hay meritocracia. Hay lucha. Y hay luto. Y el luto tiene el color de Rebeca.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de siete libros, entre ellos Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción de Meritxell Almarza.