Las vacaciones de tu vida

Lo importante no es la meta, sino el camino, se decía. Ahora ni siquiera importa llegar, se trata de la foto

Un hombre se saca un selfie en Chicago.Shafkat Anowar (AP)

Voy a dar un rodeo para entrar en el tema y hablaré, en primer lugar, de la sala de espejos de un parque de atracciones que frecuenté durante mi infancia. Cuando aún no tenías la edad para atreverte con el túnel del terror e incluso antes de que te permitieran subir en aquella montaña rusa que se enroscaba en increíbles cabriolas, no te quedaba más opción que pasar largas horas en la sala de los espejos. Ahí, boquiabierto, te buscabas en el reflejo de aquellas magníficas deformaciones y quizás descubrieras que tu figura se había alargado tanto que tu cabeza diminuta casi no cupiera en el extre...

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Voy a dar un rodeo para entrar en el tema y hablaré, en primer lugar, de la sala de espejos de un parque de atracciones que frecuenté durante mi infancia. Cuando aún no tenías la edad para atreverte con el túnel del terror e incluso antes de que te permitieran subir en aquella montaña rusa que se enroscaba en increíbles cabriolas, no te quedaba más opción que pasar largas horas en la sala de los espejos. Ahí, boquiabierto, te buscabas en el reflejo de aquellas magníficas deformaciones y quizás descubrieras que tu figura se había alargado tanto que tu cabeza diminuta casi no cupiera en el extremo superior del espejo, o te observaras a ti mismo chaparro y redondo concentrado en el centro del reflejo. Se trataba de una diversión inocente que te ofrecía la oportunidad de mudarte a otro cuerpo antes de volver a ser tú. Porque nunca te olvidabas de eso: que tú eras el de fuera del espejo.

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Fin del rodeo porque ahora sí que el verano ya llegó, otro verano extraño, aunque no más que el pasado, e inauguramos tímidamente esa época de playas y expectativas, de promesas y ganas de salir, aún con miedo, y desde mi pantalla del teléfono vuelvo a menudo a aquellas tardes en la sala de los espejos. Lo hago cada vez que entro en cualquiera de mis redes sociales y salen a mi encuentro cientos de fotografías que cada día son las mismas, repetidas en un bucle infinito. Esa pose en la playa, dos copas de vino blanco entrechocándose en el horizonte de una puesta de sol inolvidable, la Torre Eiffel en el fondo de un selfi de una pareja acaramelada, unos pies con una pedicura perfecta sobre la impoluta arena blanca o esa familia feliz —que tú sabes que no es tan feliz— sonriendo como si les acabaran de contar a todos el mejor chiste de sus vidas. En fin: la retransmisión en directo de las vacaciones en esta estandarización perversa de la felicidad que ofrecen los escaparates digitales. ¿Que pasas las vacaciones de tu vida? Sin foto no existen. ¿Que no pasas las vacaciones de tu vida? Con foto pueden existir.

Un eslogan de Kodak de principios del siglo XX contaba que “unas vacaciones sin Kodak son unas vacaciones perdidas”. Generaba la obligación de fotografiar lo vivido, pero entonces existían las limitaciones del carrete y había que administrar la expectativa, y, por otro lado, las imágenes solo eran vistas por un círculo muy limitado de personas. Ahora, sucede al contrario. Cientos de miles y miles de fotografías, a menudo edulcoradas de amables filtros que afilan nuestros rostros y redondeces, y que destilan cierto tufillo a spot publicitario, se disponen con el fin de ser compartidas con los demás, los conozcamos o no, calculando el impacto y las visualizaciones.

Son fotografías que consiguen transmitir que la felicidad y la belleza es justamente eso reproducido en bucle: la puesta de sol y las copas de vino, y todo dispuesto de esa manera que comporta cierto anonimato de la experiencia. Quizás opere aquí el principio del deseo mimético de René Girard —el hombre es un ser mimético, es decir, imita los deseos del otro— aplicado a las vacaciones, porque lo cierto es que ahora la imagen de la felicidad no es ya única para cada uno, sino que es algo estereotipado y susceptible de imitaciones más o menos burdas. Además, todas esas versiones que hacemos hasta dar con la imagen perfecta quedan almacenadas en nubes, archivos, en memorias de teléfonos que pronto se nos quedan pequeños, y en vez de borrar seguimos comprando más espacio para no perder nada. Fotografías a las que, en su mayoría, una vez hechas no volvemos nunca más y conforman un cementerio de imágenes, una suerte de purgatorio de lo no memorable en esta obsesión nuestra por fotografiarlo todo.

En Los amores difíciles, Italo Calvino cuenta que “hay que fotografiar todo lo que se pueda, y para fotografiarlo todo es preciso: o bien vivir de la manera más fotografiable posible, o bien considerar fotografiable cada momento de la propia vida. La primera vía lleva a la estupidez, la segunda, a la locura”. En las redes sociales, en esta amplificación de la sala de los espejos, ambas, fingimiento y cantidad, se dan cita. Es como si quisiéramos convertirnos, a base de forzarlo, en la propia imagen. Las demandas del ego, motor de las redes sociales, nos llevan detenernos frente a ese espejo hipotético y deformado para convencernos de que ya no somos nosotros, sino que podemos ser otros, que nos hemos convertido en la idea que queremos transmitir nosotros mismos. O sea, en algo que no existe.

Es un tópico que se ha repetido hasta el infinito: no importa llegar, lo que importa es el camino. Ahora ni siquiera importa llegar, lo que importa es la foto. Y quizás si miras muchas veces una misma foto consigues la magia: consigues creértela.

Laura Ferrero es escritora. Su último libro es La gente no existe (Alfaguara).

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