La igualdad, alimento del deseo

Frente a la visión anticuada de que los opuestos se atraen, por qué no reconocerse en el otro, el más potente de los afrodisíacos

"¿De verdad resulta menos excitante la igualdad?".

Hay una sombra que como un buitre planea sobre la igualdad, y es el miedo a que una vez alcanzada, el juego del amor deje de ser excitante. Que el rasado le rebane el misterio al otro, que amanse la fiera sexual que nos ruge dentro, convirtiéndonos en hermanos en lugar de amantes.

Nos congratulamos de las conquistas sociales, de poder abrir igualmente una cuenta bancaria, de poder conducir igualmente un autobús, de poder conducir igualmente un cochecit...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hay una sombra que como un buitre planea sobre la igualdad, y es el miedo a que una vez alcanzada, el juego del amor deje de ser excitante. Que el rasado le rebane el misterio al otro, que amanse la fiera sexual que nos ruge dentro, convirtiéndonos en hermanos en lugar de amantes.

Nos congratulamos de las conquistas sociales, de poder abrir igualmente una cuenta bancaria, de poder conducir igualmente un autobús, de poder conducir igualmente un cochecito de bebé, pero en la intimidad, nos resistimos a mirarnos directamente a los ojos en el espejo de la igualdad, no vaya eso a malograr el sexo, no vaya a extinguirse la sagrada chispa del amor, y la humanidad con ella.

Alimentamos cada día la mística de la diferencia, nos aferramos a esa esencia de ser mujer, que es tan distinta a esa esencia de ser hombre, si hasta vienen en frascos separados.

¿Pero de verdad vemos tan diferentes a un perro de una perra, a un elefante de una elefanta, a un delfín macho de un delfín hembra? ¿De verdad resulta menos excitante la igualdad?

Nos enseñaron un imán con dos polos opuestos, ¿lo ves?, ¿sientes el cosquilleo de la atracción?, y los fuegos artificiales del Big Bang en la noche de los tiempos, y a Heráclito y su lucha de contrarios, y que los que se pelean se desean, y el choque como generador de vida, la guerra creativa, y sí, es un poco repelente, pero me pone. Nos enseñaron en definitiva que esa violencia nacida de lo opuesto no sólo no estorba al deseo sino que lo inflama, lo aviva, lo alimenta.

¿Pero es realmente así? Millones de homosexuales tumbarían las compuertas de esa hipótesis en pocos segundos. También la ciencia, que apunta a que, más allá de las diferencias genitales obvias entre mujeres y hombres, parece que no existe un cerebro masculino y otro femenino, como no hay un pulmón masculino o un bazo femenino. Que el cerebro se declara intersexual o bisexual o pansexual, o más bien se abstiene de declarar porque le importan un pepino nuestras palabrejas que constriñen como fajas en un tórrido verano.

En este sentido, la neurocientífica Daphna Joel anota la sorprendente falta de diferencias entre los cerebros de los recién nacidos, ya sean niños o niñas, y dice que, a pesar de la creencia extendida, cada cerebro es un mosaico único, altamente heterogéneo (no olvidemos que también la ciencia, aunque nos parezca increíble, gastó tiempo y dinero en estudios que “demostraban” que el cerebro de los blancos era diferente al de los negros).

Y es que, por lo visto, sólo existe lo único, y eso es precisamente lo que nos iguala. El misterio del otro no termina nunca porque arranca del misterio de uno mismo.

Aun así, seguimos creyendo en la gran diferencia, en esas tontadas de que ellas son de Venus y ellos de Marte, insistimos una vez más en esa “excitante” violencia de choque, una violencia que ni es innata ni es intrínsecamente masculina, a pesar de la abrumadora estadística.

Cuando yo era pequeña, en mi colegio, se llevaba un ritual por el que a los chicos los nombraban caballeros. Les hacían pasar cada pierna alrededor de un árbol y estiraban muy fuerte de ellas. Gritaban de dolor, se les descomponía el gesto y la tela, se endurecían por dentro y reían muy alto hacia fuera. Y yo pensaba, qué suerte la mía ser niña y poder escapar a esa educación en violencia, sin saber cuántas veces iba a maldecir después, qué mala suerte la mía, ser mujer y no poder escapar a esa violencia.

No poder escapar a esas ideas tristes y antiguas como un sabañón, que se cuelan en el porno y palmean nalgas hasta enrojecerlas, pellizcan pezones con saña, provocan arcadas con envites rabiosos, con la creencia como paisaje de fondo, de que trabajan por el deseo, de que subrayan con ímpetu las diferencias por el bien de la excitación.

¿Pero y si sucede justo al contrario?, ¿y si el deseo resiste a pesar de todo pero fluye mucho mejor en la igualdad, que lo drena con vigor? Y no sólo porque nos arrastra hasta la horizontalidad de una cama sino porque el dominio, esa tromba que corre río abajo, lo ahoga, porque la sumisión, ese chorrito que apenas consigue remontar río arriba, lo seca. ¿Y si la igualdad es el flujo del amor?

Sí, ya sé que fluir suena hoy a seres de luz y a cosas irracionales y terriblemente estúpidas, pero también fluyen los ríos, fluyen los cuerpos que sostienen el jadeo de la vida.

Por qué no la igualdad como fetiche, reconocerse en el otro como el más potente de los afrodisíacos. Reconocer, que es la palabra más hermosa del diccionario, porque se lee igual de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, porque en ella copulan significante y significado.

Comprender que renunciar a la igualdad es secarse en la orilla mientras pasa de largo el amor.

Bárbara Blasco es escritora. Es autora de Dicen los síntomas, con la que ganó el Premio Tusquets de Novela de 2020.

Más información

Archivado En