El enfrentamiento militar abierto entre Israel y Hamás constituye a la vez una tragedia por el sufrimiento de los civiles y un recordatorio del nefasto estado de la cuestión, muy olvidada por parte de la comunidad internacional. Es urgente frenar una escalada que, en una diabólica espiral de acción-reacción, se agrava rápidamente y que puede tener consecuencias imprevisibles en un entorno regional volátil. Desgraciadamente, las partes bel...
El enfrentamiento militar abierto entre Israel y Hamás constituye a la vez una tragedia por el sufrimiento de los civiles y un recordatorio del nefasto estado de la cuestión, muy olvidada por parte de la comunidad internacional. Es urgente frenar una escalada que, en una diabólica espiral de acción-reacción, se agrava rápidamente y que puede tener consecuencias imprevisibles en un entorno regional volátil. Desgraciadamente, las partes beligerantes parecen determinadas a profundizar en el choque. La comunidad internacional debe activar los canales a su alcance para que la contención, primero, y la desescalada, después, se produzcan lo más rápidamente posible.
En una mirada inmediata, este nuevo enfrentamiento es la culminación del aumento de la tensión acumulada en Jerusalén durante las últimas semanas. Hay tres situaciones concretas que han generado un profundo malestar entre la población palestina: el probable desahucio de ocho familias palestinas del barrio de Sheij Yarrah, las cargas de la policía israelí en la Explanada de las Mezquitas —que se han saldado con cientos de heridos— y el bloqueo de la Puerta de Damasco, importante acceso al barrio árabe de la Ciudad Vieja y a la mezquita de Al Aqsa. Son tres eventos que podrían haber sido gestionados por Israel de una manera completamente diferente —especialmente los dos últimos—, pero que, unidos a provocaciones innecesarias como manifestaciones ultraderechistas y varios episodios de agresiones contra palestinos, han formado un explosivo estado de ánimo. Nada de esto, sin embargo, puede justificar el lanzamiento indiscriminado de cohetes por parte de Hamás contra Jerusalén y varias ciudades israelíes, que es el detonante que da comienzo a esta escalada militar. Una vez más, Hamás emprende una acción sin escrúpulos para capitalizar la ira palestina y demostrar su vigor militar.
Pero la mirada inmediata y la agresión de Hamás no pueden ocultar el contexto de fondo y las graves responsabilidades del Gobierno de Benjamín Netanyahu. Durante su largo mandato, las políticas de ocupación y discriminación fomentadas por el primer ministro han agravado considerablemente la frustración palestina, tanto en los territorios ocupados como —según evidencian las protestas en estos días— entre la ciudadanía árabe israelí. Israel tiene todo el derecho a existir en condiciones de seguridad y es objetivamente amenazado en un entorno muy hostil; pero muchas de sus políticas violan el derecho internacional. Netanyahu ha cultivado en la sociedad israelí el espejismo miope de que era posible enterrar cualquier perspectiva de paz con los palestinos y de reconocimiento de sus derechos, continuando con la colonización, y que nada sucedería. Esto es una falacia; es una receta para fomentar el odio que, antes o después, estalla.
Instalado en una situación de precariedad total, a punto de perder la silla de mando y acorralado por la justicia, Netanyahu podría tener la tentación de mantenerse en el poder vía escalada de la tensión militar. Sería otro pésimo servicio a su país. Por el otro lado, Mahmud Abbas es un líder frágil, desprovisto de legitimidad democrática, mientras Hamás, es notorio, ejerce un liderazgo sin escrúpulos que parece aceptar como útiles para su causa estos enfrentamientos periódicos. Urge contención. Urge presión internacional. Quien más influencia tiene, Estados Unidos, está convocado a ejercerla ahora mismo.