La alegría de los martes
Los electores, cada tanto, sueltan un guantazo en las urnas que devuelve a la democracia su más nítido carácter de implacable
El martes pasado fue día de elecciones en Madrid y, como la primavera siempre está en su sitio, ofreció un lujo de jornada. Lo más euforizante fue visitar los colegios electorales y sentir una agradable sensación. La campaña había sido abominable. Los discursos políticos de una simpleza apabullante y el enfrentamiento alcanzaron cotas muy dañina...
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El martes pasado fue día de elecciones en Madrid y, como la primavera siempre está en su sitio, ofreció un lujo de jornada. Lo más euforizante fue visitar los colegios electorales y sentir una agradable sensación. La campaña había sido abominable. Los discursos políticos de una simpleza apabullante y el enfrentamiento alcanzaron cotas muy dañinas para el prestigio profesional de quienes confunden la competencia electoral con un duelo a garrotazos. Hay un raro envenenamiento de la convivencia que ha llegado de arriba hasta abajo, en particular de una élite profesional que ha hecho de su actividad política no tanto un servicio público como un sumidero de rencores. Esa pátina de odio y señalamiento no ha encontrado en la actividad rigurosa de los medios de comunicación la estricta llamada al orden, sino una conveniencia boba con la frivolidad. Sin embargo, en los patios de los colegios coincidían con bastante frescura votantes en supuesta disensión mortal. Lo hacían con efervescencia, pero con respeto, en convivencia y colaboración para respetar las filas y que no se produjeran aglomeraciones indeseadas. La gente quería votar, ofrecer un contador numérico de su estado de ánimo general. Ya vienen luego los analistas a dictar la famosa predicción del día después.
Triunfo y fracaso contienen muchos matices, también a la madrileña. Han funcionado como las clásicas elecciones del medio término que se celebran en Estados Unidos y que enjuician la tarea gubernamental al tiempo que renuevan el cotarro. Por algo fueron convocadas a mitad de mandato por la presidenta Ayuso, que encontró cómo destruir a sus compañeros de coalición de manera fulminante. El Gobierno de la nación recibió un revolcón de aúpa por candidato interpuesto y para redondear la trascendencia de la jornada electoral madrileña, el vicepresidente segundo Pablo Iglesias acompañó su más que honroso resultado con el anuncio de que abandonaba la política. Él mismo asume el grado de animadversión que despierta entre los votantes ajenos, a los que moviliza, transformando la participación, tradicional aliada de la izquierda, en una pesadilla. Lo bueno de la política es que todos son aprendices hasta el día en que se jubilan. Algún día habrá que analizar junto a la labor de Pablo Iglesias el modo de enfrentarse contra él que adoptaron sus rivales. Se ha recurrido al acoso domiciliario, al insulto desmesurado, a la compra de testimonios fraudulentos y a la fabricación de informes policiales enlazados a un periodismo que denigra la profesión. Lo cual deja detrás un reguero bochornoso para nuestra democracia.
La debacle de Ciudadanos y el relevo en Podemos les enfrenta a la dificultad de sobrevivir sin superegos al mando. Pero que nadie se excite, incluso el botellón, gran triunfador ideológico de estas elecciones, sabe que todo éxito es provisional. Si algo demuestran los resultados es que en apenas dos años un partido puede encadenar su peor y su mejor marca electoral sin pestañear. El mundo se ha acelerado y solo es inteligente quien sabe parar, templar y actuar por sí mismo sin dejarse llevar por las riadas. El oportunismo es muy rentable en la política actual. Basta colocarse bajo el sol que más calienta la opinión pública. Pero los electores, cada tanto, sueltan un guantazo en las urnas que devuelve a la democracia su más nítido carácter de implacable. Y eso está muy bien.