El Ángel caído
Bien sabe Gabilondo que la política es ingrata. Pero sospecho que, pasada la dentellada en el amor propio, está aliviado de hacer mutis por el foro
Érase una vez un señor de 72 años, vida desahogada y un curriculazo a la espalda. Catedrático, rector de rectores, ministro del ramo y, hace dos años que parecen dos siglos, ganador de unas elecciones cuyas legítimas componendas lo enviaron al calvario de ser jefe de la oposición de una presidenta en sus antípodas, no solo ideológicas. Ahí empezó su caída. Se le veía incomodísimo en tal tesitura. Desubicado, perplejo, con un in...
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Érase una vez un señor de 72 años, vida desahogada y un curriculazo a la espalda. Catedrático, rector de rectores, ministro del ramo y, hace dos años que parecen dos siglos, ganador de unas elecciones cuyas legítimas componendas lo enviaron al calvario de ser jefe de la oposición de una presidenta en sus antípodas, no solo ideológicas. Ahí empezó su caída. Se le veía incomodísimo en tal tesitura. Desubicado, perplejo, con un indisimulado rictus de lo que hay que oír, señora mía, cada vez que la doña abría la boca, en vez de tapársela con hechos. En estas, llegó la pandemia y nuestro hombre desapareció de la escena mucho más allá de la comprensible prudencia de una persona de riesgo, mientras a izquierda y derecha se le crecían varias mujeres con hambre de pista. No parecía nervioso. Igual pensaba que tendría tiempo hasta las urnas de quitarse de en medio y dejar paso a otro con menos años y más ganas.
Ahí seguía nuestro héroe hace dos meses: esperando el relevo y el pago a los servicios prestados, cuando va la presidenta, convoca elecciones y viene su gran jefe a pedirle el sacrificio de volver a ser candidato. Y él le dice que sí, claro, qué remedio. Y se pone a ello haciendo de corazón, tripas. Y le hace caso al asesor áulico y acepta un eslogan riéndose de su sombra. Y se echa, ahora sí, tarde, mal y nunca, a la calle que no había pisado. Y le cambian de arriba el discurso según rola el aire. Y, aun así, le sale algún destello de genio en el fango de la batalla, pero sigue quedándose atónito ante la soberbia y la simpleza ajena, en vez de desmontarlas. Así, hasta que cantan los votos y recibe en su cara un guantazo tan suyo como del jefe que lo mandó al matadero para, al final, dejarlo solo en su entierro sin darle las gracias. Previsible, vale. Bien sabe Ángel Gabilondo que la política es ingrata. Pero sospecho que, pasada la dentellada en el amor propio, está aliviado de hacer mutis por el foro.