Con Irán, la diplomacia es el camino

El acuerdo de 2015 no pretendía ser una panacea, pero alejar la amenaza de la proliferación nuclear es la mejor manera de afrontar otras conductas problemáticas del régimen de los ayatolás en la región

Nicolás Aznárez

Cuando la política exterior de un país se deja arrastrar por corrientes emotivas y sucumbe a tentaciones efectistas, la diplomacia suele quedar relegada a un segundo plano. Ocurrió en EE UU tras los atentados del 11-S y, más recientemente, durante el estridente mandato de Donald Trump. El mejor ejemplo tal vez sea el acuerdo nuclear con Irán, que se gestó en 2015 tras años de arduas negociaciones, solo para que Trump lo desechase entre aspavientos como parte de su estrategia de “presión máxima” contra Teherán. D...

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Cuando la política exterior de un país se deja arrastrar por corrientes emotivas y sucumbe a tentaciones efectistas, la diplomacia suele quedar relegada a un segundo plano. Ocurrió en EE UU tras los atentados del 11-S y, más recientemente, durante el estridente mandato de Donald Trump. El mejor ejemplo tal vez sea el acuerdo nuclear con Irán, que se gestó en 2015 tras años de arduas negociaciones, solo para que Trump lo desechase entre aspavientos como parte de su estrategia de “presión máxima” contra Teherán. Dicha estrategia, arrogante y miope, se ha saldado con un rotundo fracaso, que ahora debemos reconducir contra reloj en las conversaciones que se han puesto en marcha en Viena.

Hagamos balance de los daños. El régimen iraní comenzó a vulnerar ciertas provisiones del acuerdo aproximadamente un año después de la retirada estadounidense. Desde entonces, Irán ha aumentado progresivamente sus niveles de enriquecimiento de uranio, ha multiplicado por 14 sus reservas de uranio enriquecido y ha puesto algunas cortapisas a las inspecciones internacionales. Según estimaba EE UU hace unas semanas, el tiempo que requeriría Irán para desarrollar una bomba nuclear —en caso de que decidiese hacerlo— había caído de más de un año a 3 o 4 meses.

La “presión máxima” de Trump no solo ha incrementado los riesgos de proliferación nuclear, sino que ha sido incapaz de poner coto a las actividades militares de Irán en la región. Las tensiones con EE UU se han intensificado notablemente en el golfo Pérsico y en Irak, a lo que se añaden las cada vez más frecuentes escaramuzas entre Irán e Israel. Otro motivo de inquietud para EE UU es que el régimen iraní ha tratado de mitigar su aislamiento internacional estrechando su relación con China. Teherán y Pekín acaban de rubricar un acuerdo bilateral de 25 años que incluye cuantiosas inversiones chinas, suministro barato de petróleo y gas iraní, y cooperación en materia de seguridad e inteligencia.

Como pretendía Trump, las sanciones estadounidenses han causado estragos en la economía iraní, que lleva tres años a la deriva. En plena crisis de la covid-19, Irán ha tenido incluso serias dificultades para importar vacunas y material sanitario. Pero elementos clave del régimen han salido indemnes o incluso reforzados. Los Guardianes de la Revolución —una rama del ejército iraní designada como organización terrorista por la Administración Trump y a la que pertenecía el general Qasem Soleimani, asesinado el año pasado por EE UU— han aprovechado la quiebra de empresas privadas para afianzar su control sobre la economía. Al dispararse la tasa de pobreza y extenderse el virus, los Guardianes de la Revolución han logrado asimismo cultivar su imagen como proveedores de servicios esenciales, lo cual ha erosionado aún más la maltrecha popularidad del Gobierno relativamente moderado de Hasan Rohaní.

Con las facciones radicales cada vez más envalentonadas y las elecciones presidenciales iraníes a la vuelta de la esquina (se celebrarán el 18 de junio), la ventana de oportunidad para los partidarios del acuerdo nuclear parece cerrarse rápidamente. Tanto el Gobierno de Rohaní —que está agotando su segundo y último mandato— como la nueva Administración estadounidense son conscientes de ello, y existe voluntad de entendimiento. A este respecto, es un buen augurio que Joe Biden haya procedido sin mayor dilación a repudiar o recalibrar muchas de las políticas que heredó, lo cual se ha plasmado en su estrategia hacia Oriente Próximo.

El nuevo presidente ha atemperado las relaciones con Arabia Saudí, imponiendo sanciones a 76 individuos y a la unidad de élite del príncipe heredero Mohamed Bin Salmán por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Asimismo, Biden se ha desmarcado de la ofensiva saudí en Yemen y ha revertido la designación de los rebeldes hutíes como grupo terrorista, con el fin de facilitar la entrega de alimentos y otra ayuda esencial ante la peor crisis humanitaria que vive hoy el planeta. Por otro lado, cabe destacar también que EE UU ha restablecido la asistencia económica a los palestinos, que Trump suspendió prácticamente en su integridad.

A través de estas medidas, Biden está articulando una aproximación más sofisticada y matizada a la región, consistente en respaldar a sus aliados sin caer en ciegos seguidismos y lidiar con sus adversarios sin recurrir a estériles frentismos. Implementar este enfoque —que ha redundado en un cierto deshielo entre Arabia Saudí e Irán— precisará de una gran destreza. Sin embargo, no existe mejor punto de partida para abordar con éxito el más acuciante y delicado de los retos que se ciernen sobre Oriente Próximo, como es el de la proliferación nuclear. Estos días, el renovado engranaje diplomático de EE UU se enfrenta ya a una prueba del máximo calibre: las conversaciones de Viena orientadas a reflotar el acuerdo nuclear con Irán.

En Viena están representados los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, junto con Alemania, Irán y la Unión Europea. Así pues, se trata de una excelente ocasión para demostrar que la cooperación multilateral entre grandes potencias todavía puede ser fructífera. El proceso arrancó con buen pie, gracias en parte a la labor de los europeos como facilitadores de las negociaciones indirectas entre las delegaciones de EE UU e Irán. Los principales escollos radican en la naturaleza de las sanciones que debería levantar EE UU, así como en la secuenciación del retorno al marco del acuerdo. Ambas partes insisten en que sea la otra quien dé el primer paso.

Un obstáculo añadido ha sido el ataque contra Natanz —la mayor planta iraní de enriquecimiento de uranio— perpetrado durante las negociaciones y ampliamente atribuido a Israel. Como represalia, Teherán anunció que comenzaría a enriquecer uranio a un 60% de pureza, triplicando el 20% al que se ceñía hasta entonces (y que ya era muy superior al 3,7% permitido por el acuerdo). Irán se acerca cada vez más al 90% necesario para producir una bomba nuclear y, en paralelo, se estrecha el margen de maniobra de los negociadores en Viena. Sabotajes como el de Natanz, del que la Administración Biden se apresuró a tomar distancia, en absoluto representan una alternativa aceptable y sostenible a la vía diplomática.

En las relaciones internacionales, lo perfecto es enemigo de lo bueno, y las ilusiones no sirven como vara de medir. El acuerdo de 2015 no pretendía ser una panacea, pero alejar la amenaza de la proliferación nuclear es, sin duda, el mejor modo de afrontar otras conductas problemáticas de Irán en la región. Conviene recordar dónde estábamos antes del acuerdo y reflexionar sobre dónde nos han llevado quienes se afanaron en demolerlo para construir castillos en el aire. La espiral de tensiones que venimos presenciando es profundamente imprudente, y salir de ella pasará necesariamente por encender las luces largas y hacer todo lo posible por encontrar espacios de entendimiento.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.

© Project Syndicate, 2021.

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