Gibraltar tan lejos, tan cerca

El acuerdo de principio entre el Reino Unido y España sobre el territorio tiene dimensiones históricas y supera al tradicional planteamiento de limitarse a reclamar la españolidad del Peñón sin resultado alguno

Nicolás Aznárez

Siempre me llamó la atención que los principales ministerios de Asuntos Exteriores de Europa que yo conocí tenían un sello, una marca inconfundible por circunstancias históricas muy diversas, una marca que les identificaba, con irrelevancia del color del Gobierno.

En Francia, el Quai d’Orsay era esencialmente gaullista, europeísta, pero Francia antes que Europa. Sus negociadores siempre estaban impregnados de un cierto espíritu de superioridad, quizá procedente de la famosa Escuela Nacio...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Siempre me llamó la atención que los principales ministerios de Asuntos Exteriores de Europa que yo conocí tenían un sello, una marca inconfundible por circunstancias históricas muy diversas, una marca que les identificaba, con irrelevancia del color del Gobierno.

En Francia, el Quai d’Orsay era esencialmente gaullista, europeísta, pero Francia antes que Europa. Sus negociadores siempre estaban impregnados de un cierto espíritu de superioridad, quizá procedente de la famosa Escuela Nacional de Administración (ENA).

En Italia, la Farnesina estaba dominada por la democracia cristiana hasta su desaparición, con un interés profundo por las cuestiones europeas. Cuanta más Europa, resumiendo, mejor para Italia.

En Portugal, con independencia de las personas, se respiraba un cierto aire “frente” a España, en el sentido de que la derecha tradicional portuguesa se reafirmaba en su nacionalismo precisamente en relación con España. Era necesario tener opinión propia y, si fuera posible, distinta de la de España. Insisto, nada que ver con las posiciones individuales de los diplomáticos.

En el Reino Unido, el Foreign Office funcionaba como un engranaje perfecto, acostumbrado a gobernar un imperio. Allí se gestionaban únicamente intereses, con ausencia de sentimientos o afinidades. La máquina no necesitaba grandes nombres (que los hubo), sino que cada uno en su puesto cumpliese fielmente con su obligación.

En Alemania, sobre todo antes de la unidad, tenía el sello del partido liberal que lo había controlado muchos años, especialmente con Hans Dietrich Genscher. Muy europeísta, pero dejando siempre claro que sin Alemania no podía hacerse nada en Europa.

No puedo evadirme de hablar del palacio de Santa Cruz, sede histórica de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. En mi opinión, el ministerio durante muchos años fue esencialmente castiellista, es decir, llevaba la marca del ministro Fernando María Castiella (1957-1969), 12 años, que marcaron un estilo y unas maneras que no derivaban, directamente, de la dictadura.

Político próximo a la democracia cristiana empezó la apertura al exterior y quería que España estuviese presente en foros, reuniones y organismos internacionales. Consciente de las dificultades de representar a una dictadura, quería que se notara la presencia de España. Era más importante la forma (estar) que el fondo (actuar). En la segunda mitad de la década de 1960 ingresaron en la carrera diplomática numerosos diplomáticos que tuvieron carreras muy brillantes y que destacaron en el ejercicio de su profesión y que lógicamente bebieron de lo que era la doctrina de la época. Algunos han sido ministros en la democracia. Publicar nombres sería olvidar a muchos. Pero sí diré que Marcelino Oreja y Fernando Morán fueron ministros de estilo castiellista, obviamente haciendo todas las salvedades, y que Miguel Ángel Moratinos fue el primero en romper claramente con la tradición para apuntarse al posibilismo. Hay que actuar porque todo es posible.

Castiella, como es bien sabido, se empeñó a fondo en la cuestión de Gibraltar, quizá la única en la que la acción era tan importante o más que la presencia. Le tocó un tiempo duro y no lo suavizó. Un gran acierto suyo (y de su equipo) fue conseguir las resoluciones de la ONU sobre Gibraltar estableciendo la descolonización en el marco de las negociaciones entre el Reino Unido y España para recuperar la integridad territorial y no a través del derecho de autodeterminación que imperaba en aquellos años. Un gran error fue (posiblemente no solo suyo sino provocado por Franco) el cierre de la verja como protesta por el referéndum organizado en Gibraltar en 1967 (consulta ilegal que evidentemente iba en contra de las decisiones de la ONU) que a la larga creó un nacionalismo gibraltareño que no existía antes. La verja estuvo cerrada hasta 1983 y, por tanto, afectó muy negativamente a casi dos generaciones de llanitos.

De aquella época surgió en el Ministerio español de Asuntos Exteriores una especie de doctrina ortodoxa, algo intocable que debía preservarse como la sagrada tradición o las tablas de la ley. La derecha de aquel tiempo, pero también la derecha democrática posterior, asumió como única la línea de dureza extrema y de simplificación total del conflicto. Una dureza de planteamiento de posición de fondo, pero nunca de acción. Una postura que niega el pan y la sal a los habitantes de Gibraltar como si fueran okupas, pero al mismo tiempo se niega sistemáticamente a enfrentarse al Reino Unido, que al fin y al cabo es el verdadero responsable de la situación colonial.

Se puede gritar muy fuerte ¡Gibraltar español! y a continuación seguir inactivos en la solución del contencioso. Y cuando a España le cae encima el chollo del Brexit (en relación con Gibraltar) no se le ocurre otra al Gobierno que desempolvar el imposible concepto de “soberanía compartida” que no existe en ningún lugar del mundo, y al ministro García Margallo decir: “En cuatro años pongo la bandera de España en el Peñón”. Vaya manera de hacer amigos.

¿De verdad alguien piensa que un conflicto del siglo XVIII va a resolverse con métodos de aquel tiempo cuando las coronas europeas compraban y vendían territorios o los intercambiaban según el resultado de las constantes guerras? ¿De verdad alguien cree que una mayoría de gibraltareños un día, de repente, van a decir que quieren ser españoles?

Los defensores de la ortodoxia, esos herederos de aquella doctrina establecida hace casi 60 años, escriben y refunfuñan contra el acuerdo de principio entre el Reino Unido y España del pasado 31 de diciembre para que, simplificando, Gibraltar sea un territorio Schengen y dicen que España ha perdido una gran ocasión. Difícil de entender. La firme decisión de la ministra González Laya y el atrevimiento del chief minister Picardo han propiciado un acuerdo de dimensiones históricas y quizá por eso duela. Nunca ha estado tan presente España en Gibraltar como lo estará cuando el acuerdo se ejecute y nunca había estado Gibraltar tan integrado en la Unión Europea como la va a estar a partir del día D.

Dicen los guardianes del palacio que no se habla de soberanía y que esto es un retroceso. No, lo que es un retroceso es gritar que Gibraltar es español y luego dejar que transcurran 300 años más con la misma situación, eso sí, preservando la doctrina. Robert Schumann dijo el 9 de mayo de 1950, en su famosa declaración: “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto. Se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”, y se trataba de reconciliar a Alemania y Francia, nada menos. Creo que éste es un buen camino para el futuro de Gibraltar en relación con España. Y quien tenga una idea mejor que la ponga encima de la mesa.

Josep Pons Irazazábal es embajador de España.


Más información

Archivado En