La lección de Joe Biden
La decisión de dar la nacionalidad a 11 millones de inmigrantes en EE UU debería ser un ejemplo para la UE
El Gobierno estadounidense prevé otorgar la nacionalidad a 11 millones de inmigrantes irregulares llegados antes del pasado 1 de enero. Este proyecto, en trámite complicado, debería ser, en todo caso, ejemplar para la Unión Europea. Cierto que no se puede comparar la situación de EE UU, que es una nación, con la UE, que aglutina de modo muy imperfecto 27 países con culturas e idiomas diferentes. No existen en su sen...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
El Gobierno estadounidense prevé otorgar la nacionalidad a 11 millones de inmigrantes irregulares llegados antes del pasado 1 de enero. Este proyecto, en trámite complicado, debería ser, en todo caso, ejemplar para la Unión Europea. Cierto que no se puede comparar la situación de EE UU, que es una nación, con la UE, que aglutina de modo muy imperfecto 27 países con culturas e idiomas diferentes. No existen en su seno reglas comunes sobre la nacionalidad ni tampoco una sólida jurisprudencia que pueda servir de referencia para proteger e integrar a los trabajadores extranjeros asentados en Europa.
Aunque comparten legislaciones que han ido deteriorando, desde hace más de 30 años, los derechos de los inmigrantes, creando al unísono una bolsa enorme de “ilegales” sin esperanza de regularización, la filosofía dominante en EE UU sigue siendo, frente a Europa, la de un país pragmático de inmigrantes y que se honra de serlo. Solo Francia, cuya nacionalidad republicana se define explícitamente política, y no étnica o confesional, asume la inmigración como parte de su formación histórica, aunque imponga la asimilación a su cultura como clave de pertenencia común. El resto de los países europeos es particularmente endógeno, asentado sobre un derecho de nacionalidad mucho más exigente.
Ahora bien, la calidad humana de los países miembros es hoy en día, sin excepción, la de un mestizaje cada vez más amplio y profundo, generado por la afluencia de millones de oriundos de Asia, África y Europa del Este, y por el favorecimiento del reagrupamiento familiar. Es una “imagen de Europa” que se ha percibido, en ocasiones, como una amenaza identitaria en la medida en que se aferra a una autorepresentación homogénea étnica, cultural y, sobre todo, confesionalmente. Esta concepción, una verdad a medio camino, no se corresponde más al semblante actual. Si hacemos una proyección de la evolución de las poblaciones europeas en los próximos 25 años, parece claro que el repunte demográfico aumentará por la inmigración no europea. Países como Italia y España no podrán revertir su grave declive demográfico sin ella. Alemania, precisamente por esas razones, abrió la puerta a más de un millón de refugiados en 2015.
La inmigración arribada y la que vendrá es una realidad innegable. Marcar su gran beneficio humano y cultural para Europa será el principal reto del porvenir. Las discusiones sobre la reforma de los acuerdos de Schengen demuestran la falta de perspectiva histórica de los dirigentes europeos. No ven que Joe Biden, al anunciar su decisión de facilitar la nacionalidad a los extranjeros que viven en EE UU, planta cara al nacionalismo étnico incentivado por Donald Trump e indica el camino de la civilización. Pues las migraciones aceptadas contribuyen, tanto como los naturales, a la formación de grandes naciones. Deberían los europeos meditar la lección.