Tribuna

Los pequeños relatos peligrosos

Nos encontramos más confundidos y más desorientados que nunca. Las grandes narrativas han sido sustituidas por lo que nos cuentan los algoritmos, y el final del camino es una sociedad rota

MARTIN ELFMAN

Durante nueve meses del año 2020, el tiempo extrañamente breve que me llevó escribir una novela, viví en dos lugares a la vez. Por una parte, en el mundo impredecible de la pandemia, cuyas reglas de juego cambiaban todos los días para desespero de los que intentaban contar lo que ocurría, y cuya entropía sin control nos daba la sensación de ir siempre un paso por detrás de una trama desquiciada. Y por otra parte viví en el mundo de mi novela, que cuenta la vida verdadera de una familia descarrilada por los embates ...

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Durante nueve meses del año 2020, el tiempo extrañamente breve que me llevó escribir una novela, viví en dos lugares a la vez. Por una parte, en el mundo impredecible de la pandemia, cuyas reglas de juego cambiaban todos los días para desespero de los que intentaban contar lo que ocurría, y cuya entropía sin control nos daba la sensación de ir siempre un paso por detrás de una trama desquiciada. Y por otra parte viví en el mundo de mi novela, que cuenta la vida verdadera de una familia descarrilada por los embates de la historia: una historia que pasa por la España de la Guerra Civil, el exilio de los republicanos en América Latina, la Revolución Cultural en la China de Mao y los movimientos armados de la Colombia de los años sesenta. La escritura de la novela consistió en imponerle un orden a un pasado ajeno, y ya he escrito que no hubiera podido encontrar una mejor forma de neutralizar el caos de mi presente; pero ahora, cuando el libro ya se ha publicado y he comenzado a entender algo mejor lo que he hecho, noto una contradicción brutal —y para mí imprevista— entre el mundo que cuenta mi novela y el mundo en que viven sus lectores.

El grueso de los hechos que refiere la novela, si bien su protagonista los recuerda desde un presente que todavía es cercano, termina en 1974. Cinco años después, en un libro que entonces no parecía tan importante como después lo ha resultado, Jean-François Lyotard nos contaba que la modernidad había terminado y la posmodernidad comenzaba, y que uno de los rasgos principales de ese cambio de tercio era la desaparición de algo llamado las “grandes narrativas”. Ya lo saben ustedes: todos esos relatos totalizantes que habían informado la experiencia de nuestra cultura entera. Uno de ellos, por supuesto, era el marxismo, que definió la vida de las personas de carne y hueso cuya vida cuenta mi libro: dos hermanos colombianos, educados en las escuelas maoístas de Pekín, que se visten de guardias rojos para defender a Mao y vuelven a su país para hacer la revolución. Mucho antes de ser personajes de mi libro lo habían sido de aquel enorme relato colectivo y universal, y de él habían emergido portando cicatrices de las que no quisieron hablar en mucho tiempo.

Diez años después del informe de Lyotard cayó el muro de Berlín. Casi enseguida, Francis Fukuyama nos contó a mansalva que era la historia entera, y no sólo las grandes narrativas, la que había llegado a su fin. Nuestra especie parecía obsesionada con una suerte de apocalipsis cultural, y en todas partes se hablaba del fin de la novela, del fin del arte, del fin del cine o del fútbol o de la cocina francesa. ¿Por qué no, al fin y al cabo? Ante los ojos de todos, como un gran caballo agonizante, terminaba la Guerra Fría, que había moldeado nuestra comprensión del mundo durante más de cuatro décadas. Siempre me ha parecido ese nombre un error de bautismo, pues esa guerra tuvo muy poco de fría en los teatros latinoamericanos: en Colombia o en Chile, en Nicaragua o en Cuba o en El Salvador, la Guerra Fría sembró el continente de incendios diversos cuyas consecuencias seguimos viviendo hasta el día de hoy. En cualquier caso, con el final declarado de aquella Guerra —falsamente— Fría, les pareció a muchos que se cerraba un conflicto muy antiguo: un conflicto irresoluble entre dos maneras de ver y entender la civilización, cuyos tentáculos habían llegado a todas partes y cuyas raíces podían rastrearse hasta los tiempos perdidos de la Revolución Francesa. Y no pocos pensaron que aquello sí que lo cambiaba todo, para mejor. Desaparecido el conflicto, extintos los grandes relatos que lo habían sostenido, el mundo se volvería un lugar más inteligible.

Unos treinta años después, podemos aventurar que no ha sido así. Más bien al contrario: desde 1989 no hemos hecho más que perder clarividencia. Y ahora, bien entrado ya este siglo turbio, comenzamos a preguntarnos si acaso los grandes relatos de la Guerra Fría no imponían una cierta estructura a eso que, a falta de mejor palabra, llamábamos realidad; acaso nos permitían aventurarnos en ella sin más brújula que sus propios imaginarios maniqueos, tan confiables, tan dóciles, tan predecibles. Ahora nos encontramos más confundidos que nunca, más desorientados y por lo tanto más vulnerables, y con frecuencia podemos sentir que nos faltan las palabras necesarias para fijar en el tablero —y observar y entender— las transformaciones aceleradas de esta década convulsa que se ha cerrado hace poco. Yo, por lo pronto, observo casi con melancolía aquella idea central de Lyotard: terminadas las grandes narrativas, los pequeños relatos serían nuestra manera de explorar el mundo, y reemplazarían la visión totalizante con la expresión de nuestras realidades locales, multiculturales, diversas. Lyotard tenía razón, claro, pero no imaginaba de qué forma. Pues hoy, tras una década de apogeo de Facebook y de Twitter, parece efectivamente claro que son los pequeños relatos los que hacen girar el mundo. El problema es que no somos nosotros quienes los estamos contando.

La explicación más directa o eficiente la da Jaron Lanier en un libro breve que, más que un libro, es un manifiesto. Lanier, un pionero del mundo digital que tenía las manos bien metidas en Silicon Valley por los días en que se inventaba internet, ha sido también pionero en explicarnos lo que las redes sociales están haciendo con nuestra comprensión del mundo: esta versión de la realidad que los algoritmos le entregan a cada usuario individual, diseñada o montada con base en sus preferencias —políticas, religiosas, sexuales—, pero también en su historial de consumo y sus desplazamientos físicos. Se trata, verdaderamente, de un cambio de paradigma. ¿Qué pasa cuando cada uno de los ciudadanos vive instalado en una realidad que sólo ese ciudadano puede ver? “La versión del mundo que usted está viendo es invisible para la gente que lo malinterpreta, y viceversa”, escribe Lanier. Y en otra parte: “Cuando todos estamos viendo un mundo diferente y privado, las señales que nos enviamos entre nosotros pierden todo significado”. El final de ese camino es una sociedad rota donde la comprensión, la cooperación y la empatía son imposibles.

Y en estos días se me ha ocurrido que aquí están: aquí están, finalmente, los petits récits de la posmodernidad de Lyotard, los pequeños relatos que reemplazarían las grandes narrativas totalizantes. Lo grave es que no los contamos nosotros, sino los algoritmos. Son las redes los narradores; nos están contando —a cada uno de nosotros— una realidad diseñada a nuestra medida, y nos llevan a vivir en ella como personajes de nuestra propia historia privada, confirmando nuestros prejuicios, explotando nuestras inseguridades, hurgando en el fondo de lo que Spinoza llamaba nuestras emociones tristes: la rabia, el odio, el miedo, la venganza. La idea de compartir la misma realidad ya parece caduca, una reliquia de otros tiempos. Por este camino, pronto no será ni siquiera necesario que nos mientan los políticos.

Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su último libro es Volver la vista atrás (Alfaguara).

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