Pablo Casado y la caída de la casa Usher

El PP era un partido sin rumbo cuando llegó a Cataluña y de allí ha salido directamente como un partido sin techo

Publicidad de Pablo Casado en la sede de la calle de Génova en Madrid al día siguiente del batacazo del PP en las elecciones legislativas del 28-A, en 2019.Andrea Comas (AP)

Sobran ejemplos de resultados electorales en los que al jefe del partido se le echa de casa, pero es la primera vez que, ante un batacazo, el jefe del partido, tras mirar a su alrededor, echa a la casa. Esto es lo que acaba de hacer Pablo Casado como parte de una limpieza espiritual en la que, dijo, se quemará el pasado y no se volverá a hablar de él. Hasta ahora en el Partido Popular ha habido ren...

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Sobran ejemplos de resultados electorales en los que al jefe del partido se le echa de casa, pero es la primera vez que, ante un batacazo, el jefe del partido, tras mirar a su alrededor, echa a la casa. Esto es lo que acaba de hacer Pablo Casado como parte de una limpieza espiritual en la que, dijo, se quemará el pasado y no se volverá a hablar de él. Hasta ahora en el Partido Popular ha habido renovación de caras, renovación ideológica (esta cada primavera-verano) y renovación parlamentaria; faltaba ya solo emprenderla con el catastro. Hay una transparente lectura política detrás de la decisión, ya anticipada por Teodoro García Egea: la culpa de la debacle catalana es de Bárcenas, no de la visita de Casado a Cataluña para decir que él no quiso comparecer el 1-O por estar en desacuerdo con las cargas policiales. ¿A qué perfil de votante del PP catalán exactamente se dirigía Casado? ¿O era un guiño estratégico al electorado de la CUP, por si alguien decía: “Ah, bueno”? Así se entiende mejor que el PP fuese un partido sin rumbo cuando llegó a Cataluña y de allí haya salido directamente como un partido sin techo.

Julio Cortázar publicó Casa tomada en 1947, uno de sus cuentos más famosos. Dos hermanos habitan una querida casa colonial en la que, un buen día, empiezan a escuchar extraños ruidos sin poder precisar su origen, pero que los obligan a retroceder y abandonar partes de la casa que creen ya en posesión de los extraños. Todo ello termina, entre terrores y angustias, con los hermanos fuera de la casa, cerrando con llave y tirándola a la alcantarilla. Esta sería una lectura extraordinariamente poética de lo ocurrido en los últimos años en el PP, un partido conviviendo con un pasado que, a fuerza de no saldar sus cuentas, le invade sin mostrarse hasta acabar con los inquilinos tirando la llave; al fin y al cabo, ese cuento de Cortázar fue siempre sometido a múltiples y exóticas interpretaciones, también políticas.

Pero seis años después de publicar ese relato, en 1953, Cortázar se fue a Italia para traducir los cuentos y ensayos de Edgar Allan Poe. Entre ellos, uno muy conocido: La caída de la casa Usher. Es un relato que hay que leer al menos una vez al año, sobre todo cuando tu casa está siendo investigada judicialmente. Los dos cuentos han sido relacionados por motivos evidentes (dos hermanos protagonistas, presencia aterradora e invisible que empieza a llenarlo todo, Cortázar —devoto de Poe— escribiendo uno y traduciendo otro), pero la narración de Poe, su escritura, desborda cualquier comparación: el detalle de las descripciones, la profundidad psicológica de los protagonistas y, sobre todo, el predestinado fin de raza, la extinción de la dinastía Usher en un final terrorífico al que, si ocurriese algo parecido en la calle de Génova de Madrid, podría añadírsele a Casado sobre el techo en llamas gritando eso de James Cagney encima de una torre ardiendo: “Mira, mamá, estoy en la cima del mundo”.

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La palidez enfermiza del último superviviente de la casa Usher y su estado de debilidad sí explican mejor la decisión del PP de abandonar su sede. Porque cuando uno deja la casa en la que se forjó una estirpe, mata la estirpe con ella y se convierte en el último de ella o, en caso de tener mejor fortuna que Roderick Usher, en el primero de una nueva. Aunque eso, que en la literatura es tan atractivo, como argumento político y judicial (“¡si nosotros ya no vivimos allí!”) no funciona tan bien.

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