Tribuna

La España ausente

La falta de un proyecto nacional capaz de aglutinar a la sociedad se traduce, entre otras cosas, en una manifiesta debilidad internacional, porque la política exterior no es más que una extensión de la interior

RAQUEL MARÍN

Solía repetirse entre periodistas de anteriores generaciones la anécdota de aquel jefe de redacción de algún medio franquista que, anticipando el impacto de la columna que se disponía a escribir sobre la Unión Soviética, prometía: “Va a temblar el Kremlin”. Este episodio o fábula se utilizaba para aludir, no sólo a la conocida arrogancia de la profesión, sino a las pretensiones ridículas de un país que entonces era un paria en el escenario internacional, ni siquiera un enemigo de la URSS o del bloque comunista, un simple actor secundario a quien nadie prestaba gran atención.

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Solía repetirse entre periodistas de anteriores generaciones la anécdota de aquel jefe de redacción de algún medio franquista que, anticipando el impacto de la columna que se disponía a escribir sobre la Unión Soviética, prometía: “Va a temblar el Kremlin”. Este episodio o fábula se utilizaba para aludir, no sólo a la conocida arrogancia de la profesión, sino a las pretensiones ridículas de un país que entonces era un paria en el escenario internacional, ni siquiera un enemigo de la URSS o del bloque comunista, un simple actor secundario a quien nadie prestaba gran atención.

España hoy no es una dictadura, sino una de las democracias más avanzadas del mundo, pero un reciente incidente diplomático con Rusia ha venido, entre otras cosas, a recordar la debilidad de la posición internacional de nuestro país, ahora no porque sea un régimen totalitario despreciado por la comunidad internacional, sino por la falta de convicción de sus dirigentes en su propia democracia, por la carencia de proyecto colectivo que exponer al mundo, por las dudas sobre su existencia misma como nación. Si España no es capaz de creer en sí misma, de respetarse a sí misma, es muy difícil conseguir una posición respetable en el mundo. De esa manera, el ministro de Relaciones Exteriores ruso se permite el lujo de comparar nuestro Estado de derecho con el sistema autoritario y brutal impuesto por Vladímir Putin y la reacción que encuentra de nuestro Gobierno no es la de llamar a consultas a su embajador o expulsar a un diplomático ruso en Madrid, sino una declaración del vicepresidente del Ejecutivo en la que le da la razón.

Es justo mencionar que la ministra de Asuntos Exteriores española tuvo una intervención firme en defensa de nuestro sistema político, pero el simple hecho de que sus palabras fuesen recibidas con elogios y una cierta sorpresa es una prueba del extremo al que hemos llegado: tan frecuentes se han hecho los comentarios de miembros del Gobierno contra nuestra democracia y nuestras instituciones, contra los jueces, contra la Corona, contra las fuerzas del orden, contra los medios de comunicación, que causa asombro y admiración cuando un ministro de España cumple con su deber elemental de defender a España.

Son muchos los frentes en los que se manifiesta el proceso de autodestrucción en el que estamos inmersos. El de la política exterior quizá no parezca el más acuciante, pero sí es uno de los más importantes. Si hoy podemos aún divisar un horizonte en España es simplemente porque formamos parte de una organización internacional que va a facilitarnos la ayuda imprescindible para evitar el hundimiento económico, la misma organización que está gestionando las vacunas que nos servirán para superar la crisis sanitaria y la misma que nos permite, aún por vía indirecta, mantener una cierta presencia mundial que hemos sido incapaces de ganar por sí mismos.

España es hoy un actor pasivo en Europa, como ha demostrado claramente la negociación de los fondos europeos. Su influencia ha decrecido también en todos los demás escenarios. En el momento de escribir esta columna no se había producido todavía ningún contacto entre el Gobierno español y la nueva Administración norteamericana, no ya entre el presidente Joe Biden y el primer ministro español, sino entre los principales responsables de sus respectivas agendas internacionales. Alrededor de medio centenar de países han hablado ya con los gobernantes norteamericanos. Ni en el norte de África ni en Oriente Próximo España es protagonista. Ni siquiera lo es en América Latina, donde la incapacidad del Gobierno para adoptar una política clara y coherente ha condenado a nuestro país a la irrelevancia. América Latina es un paradigma del momento que vive España. La política exterior de la democracia española siempre fue muy activa en el combate diplomático de las dictaduras latinoamericanas, lo que la convirtió en un referente de sus respectivos procesos de transición y, como consecuencia, España fue durante décadas en esa región un aliado político y un socio comercial prioritario. Ahora, por el contrario, las únicas dos dictaduras que sobreviven en el continente, Cuba y Venezuela, cuentan con simpatizantes en el Gobierno español y con el apoyo de algún exgobernante de peso creciente, lo que prácticamente anula cualquier capacidad de gestión política significativa.

Cuando España paseaba con orgullo su joven democracia por el mundo, no sólo era un modelo para América Latina; era un espejo en el que se miraban otras muchas democracias emergentes en todos los continentes. La fuerza narrativa de nuestra Transición, el talento de aquella generación de políticos y la confianza de la sociedad española en sus propias posibilidades convirtieron a nuestro país durante un tiempo en uno de los grandes impulsores de la Unión Europea, donde España acumulaba cargos muy por encima de su peso específico, algunos tan relevantes y tan brillantemente ejercidos como el de Comisario de Economía. El reconocimiento a España y a nuestros méritos eran de tal calibre que Estados Unidos consintió el hecho insólito de que un socialista español fuera nombrado secretario general de la OTAN.

La política exterior, como cualquiera sabe, no es más que la extensión de la política interior. Un país se asoma al mundo con los argumentos que cultiva y almacena en casa. Hoy España no tiene nada que decir en el mundo porque carece por completo de un proyecto nacional. Es difícil contar afuera que no sabes bien cuál es tu política porque tu único objetivo es el de conservar el poder con la política que en cada momento sea necesario para conseguirlo. Eso no se entiende muy bien. Como tampoco se entiende bien que las personas a las que tus jueces procesan por sedición sean, al mismo tiempo, apoyos imprescindibles del Gobierno. Como consecuencia, España juega más bien a esconderse, a pasar inadvertida, de forma que nadie repare en su flagrante fracaso como nación.

Puede parecer que, en última instancia, la falta de una política exterior es un problema menor en comparación con los muchos que se amontonan sobre la mesa en este difícil momento histórico. Pero precisamente ahora, por la complejidad del mundo actual, es más importante que nunca que España tenga una robusta posición internacional. Al final de esta pandemia es muy probable que la diferencia entre un grupo de países poderosos y los demás se habrá agudizado. España no puede conformarse con que su único mérito de los últimos meses, el de la generosa remesa de fondos que Bruselas nos otorga, no tenga otra explicación que la preocupación que provoca entre nuestros socios la escandalosa caída del PIB español, la mayor del continente. Hemos pasado de ser un estímulo a ser un lastre en Europa.

La ausencia de España en el mundo es grave en sí misma, pero lo es aún más por lo que significa como manifestación de algo mucho más profundo: la ausencia de España como idea capaz de aglutinar a una sociedad. España dispone de argumentos de sobra con los que reclamar el respeto internacional, el principal de los cuales sigue siendo el de la ejemplaridad de una democracia generosa incluso con quienes día a día tratan de destruirla. Pero, desafortunadamente, no existe motivación política suficiente para destacar esos méritos. La polarización y el sectarismo se han demostrado mucho más rentables. Los nacionalistas y los populistas han sabido explotar esa debilidad para dejar a España fútil e inerme.

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