Tribuna

La lección del virus: el vínculo social importa

La pandemia ha hecho añicos la idea de la soberanía individual cultivada por el neoliberalismo

Nicolás Aznárez

El año 2020, el difícil y desconcertante año de la pandemia, ya ha quedado atrás. Un año de permanente estado de excepción desde primavera, de continua interrupción de la vida cotidiana y de aplazamiento a un impreciso más adelante. El nuevo año ha empezado y, sin embargo, nada ha concluido.

Nos encontramos en plena segunda ola. El hecho de que fuese previsible no mejora las cosas. A la pandemia le son indiferentes nuestros ritmos o la crónica de nuestros rituales. También la vacilación ham...

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El año 2020, el difícil y desconcertante año de la pandemia, ya ha quedado atrás. Un año de permanente estado de excepción desde primavera, de continua interrupción de la vida cotidiana y de aplazamiento a un impreciso más adelante. El nuevo año ha empezado y, sin embargo, nada ha concluido.

Nos encontramos en plena segunda ola. El hecho de que fuese previsible no mejora las cosas. A la pandemia le son indiferentes nuestros ritmos o la crónica de nuestros rituales. También la vacilación hamletiana de algunos políticos que permitieron que el virus se descontrolase exactamente como los modelos habían calculado que se descontrolaría si ellos seguían vacilando. A pesar de la alegría por el comienzo de la vacunación en algunos países, el desasosiego interior y la sospecha de que todavía nos esperan amargas pérdidas permanecen. Vamos por ahí con los hombros encorvados, como si hiciese frío, preparados para el siguiente adiós o, sencillamente, para la larga privación de compañía. Por más sensatos y razonables que nos parezcan la autodisciplina y el nuevo régimen físico de distancia y mascarilla, no es posible acostumbrarse a no tocarse, a evitar la espontaneidad. Aislado no se puede vivir bien.

Quizá algún día resulte que el dolor de estos tiempos de pandemia ha sido algo bueno porque no solo echamos de menos a nuestros seres queridos, sino también la acción colectiva. Tal vez en el futuro sea útil que nos hayamos dado cuenta de cuántas veces nuestros encuentros tienen lugar inevitablemente en público, cuántas veces solo podemos debatir y llegar a acuerdos en comunidad política o cultural, en definitiva, de qué está hecha realmente la textura de lo social. Aprendemos qué es lo irrenunciable precisamente ahora que tenemos que renunciar a ello.

”Sobre el reino de la soberanía del yo planea el pájaro de la infelicidad”, dice un verso de Elke Erb de su libro Es el caso. Sobre aquellos que, antes de la crisis, se suponían individuos autosuficientes, que se creían yoes soberanos e invulnerables, planea al pájaro de la infelicidad. La idea de la soberanía individual del neoliberalismo, que aboga por una cohesión social y una regulación estatal lo más limitadas posible, se ha estrellado contra una experiencia médica en la que el sentido de comunidad juega en favor del interés personal.

Quien no quiere enfermar, quien desea proteger su negocio de la insolvencia, quien espera salir a escena y volver a dar conciertos o conferencias, quienes quieren volver con sus amigos y amigas a apiñarse en una discoteca oscura, tienen todo el interés personal en reducir el número de contagios y tener el virus bajo control. Pero la falsa oposición entre sentido de comunidad e interés individual es una maldición recurrente del discurso neoliberal, cuyo propósito es privatizar los bienes públicos y reducir las obligaciones solidarias porque se supone que ello redunda en beneficio de la autodeterminación de los ciudadanos y las ciudadanas. Así, se da por sentado que es lógico que quien no utilice las instalaciones o las instituciones públicas no pueda comprometerse a su mantenimiento o su financiación, o que es razonable que quien tenga propiedades no esté a favor de un impuesto sobre el patrimonio.

Como si los privilegiados, por muchos privilegios individuales que tengan, no pudiesen reconocer el valor de una infraestructura social para todos y, por tanto, también para ellos; como si no nos beneficiáramos todos de una sociedad que invierte en la sostenibilidad y la accesibilidad de sus estructuras públicas o en la protección del clima; como si el sentido de comunidad no favoreciese al interés individual ilustrado.

En Democracia presentista, la teórica política Isabell Lorey dice: “En las actuales sociedades neoliberales, la protección social lleva décadas siendo objeto de una reestructuración a gran escala. Está siendo desmantelada, se orienta menos a las familias y se individualiza cada vez más”. La pandemia, en cambio, ha vuelto a identificar inevitablemente los cuidados y la protección como tareas centrales de la acción de gobierno. Ha superado la contradicción ideológica entre interés y solidaridad.

La protección de los más vulnerables se ha convertido en la tarea de todos; el cuidado no solo de los ancianos, sino también de las personas con patologías previas, ha traído consigo todo un espectro de formas y gestos creativos de solicitud que deberíamos preservar para ese impreciso más adelante. “Pero, ¿qué forma podría adoptar un vínculo social”, pregunta luego Lorey en su texto, “que no devalúe los lazos y los cuidados, sino que parta de ellos?”. Hemos visto cómo fracasaban precisamente aquellas sociedades que habían descuidado o desmantelado el vínculo social. Cuanto más liberalizados y privatizados los sistemas de protección social de un país, cuanto más tenue la infraestructura social de la comunidad, más crudo ha podido ser el ataque del virus. Con la experiencia de lo vedado, el año pasado se ha vivido en muchos sentidos como una pérdida de control, como una época opresiva de falta de libertad y restricción. Pero también ha sido una época de reflexión sobre los cuidados de unos a otros y entre nosotros. Esto es lo que me ha quedado grabado y lo que para una sociedad democrática debería ser especialmente valioso, ese vínculo social, a menudo ridiculizado y tantas veces negado, que promete protección y ayuda, que reconoce a las personas como individuos libres, pero también como seres físicos, dolientes y sociales que dependen de los demás, de un modo de vida comunicativo, de una comunidad solidaria. Por esto es por lo que estoy agradecida, y lo que deseo que permanezca de este año y más allá de la pandemia.

Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa.

Traducción de News Clips.

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