Días de Estado fallido en España
La percepción de que es difuso se incrementa con un Gobierno deslavazado en sus propias contradicciones. También la oposición contribuye lo suyo
El Estado de las autonomías desde hace meses es más autonomías que Estado. Falta Estado. Mientras el país se asoma al abismo de la pandemia, aparece Feijóo por el noroeste mencionando en gallego los bares; desde Murcia, al sureste, sale Miras sobre la coartada de los domicilios; en Extremadura, la movilidad; al norte, Navarra la prohibición foral de fumar según cómo… y entretanto el Gobierno se resiste a que haya una política nacional, co...
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El Estado de las autonomías desde hace meses es más autonomías que Estado. Falta Estado. Mientras el país se asoma al abismo de la pandemia, aparece Feijóo por el noroeste mencionando en gallego los bares; desde Murcia, al sureste, sale Miras sobre la coartada de los domicilios; en Extremadura, la movilidad; al norte, Navarra la prohibición foral de fumar según cómo… y entretanto el Gobierno se resiste a que haya una política nacional, como si fuesen cantos de sirenas. Ábalos desdeña los llamamientos como “reacciones impulsivas”, aunque se planteen desde hace meses; y Salvador Illa asegura que “tenemos la experiencia de haber derrotado una segunda ola con una estrategia que ha funcionado”, mencionando una victoria sobre la segunda ola que en realidad nunca ha existido, y una estrategia que, tal como destacan los expertos, no ha cuajado. Resulta difícil entender que el Gobierno se resista a un liderazgo incluso ligero, tanto que se presta a especular por qué. Y todo apunta a Cataluña: quieren así favorecer la apuesta electoral y el efecto Illa. La ironía es que este plan, bien diseñado, pueda naufragar por la propia pandemia cuya gestión renunciaron a liderar.
Claro que la percepción del Estado difuso se incrementa con un Gobierno deslavazado en sus propias contradicciones, que se proyectan desde la Jefatura del Estado a las políticas de Estado. Los duelos al sol de Moncloa —como el pulso de Ione Belarra a Margarita Robles, del que salió vapuleada con ese “creo que es secretaria de Estado…”— pueden resultar anecdóticos, pero sólo relativamente. Las pensiones enviadas a Bruselas, sin coalición; la reforma laboral, sin coalición; la gestión de la electricidad, sin coalición; el salario mínimo, sin coalición… y por supuesto la Corona o Cataluña, donde Podemos se suma al eje indepe contra la política de Estado. El Gobierno, a pesar de su elefantiasis, transmite poca consistencia.
También la oposición contribuye lo suyo, con el abuso del pim-pam-pum a tiempo completo, donde no parece haber nada capaz de suscitar un mínimo compromiso, un gesto de unidad. Casado, probablemente sonrojado por la contradicción de sus apelaciones en la nevada, se ofrece con hipocresía elogiando a Margarita Robles, un modo grosero de azuzar los pleitos internos. “¿Contra quién va ese elogio?”, como decía aquel personaje del Abel Sánchez unamuniano. Casado está más preocupado por el liderazgo de Ayuso que por el liderazgo del país. Y a todo esto, Madrid se ha sumado a Cataluña y Euskadi en desentenderse de las políticas de Estado. En Cataluña, tras lo sucedido en EE UU, queda más en evidencia el disparate del nacionalpopulismo indepe asaltando leyes e instituciones. Trump se declara perseguido político como los jefes del 1-O se definen presos políticos. Los líderes demócratas sostienen que es necesario el castigo para depurar; en cambio, aquí se les da marchamo de héroes del pueblo y se piden indultos.
No es fácil que el Estado adquiera así una imagen solvente. Ni siquiera en lo peor de la pandemia, una crisis que exige lo mejor de sí a cada Estado.