Un escándalo real
Que 4.000 personas, entre ellos la mitad menores, hayan pasado estas fechas sin luz eléctrica es una conjunción de desinterés y desprecio
Supongo que no es azaroso que la Cañada Real se convirtiera en un asentamiento de viviendas en las faldas de la ciudad de Madrid. Los poblados nacen con el mismo ímpetu y las mismas prioridades con el que se crearon en su día lo que hoy consideramos las grandes capitales. Estos son los misterios de la evolución urbana. A lo mejor dentro de dos décadas, la Cañada Real, que fue vía pecuaria para el ganado trashumante antes de contener los seis sectores tan variopintos de viviendas, llega a ser el rincón...
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Supongo que no es azaroso que la Cañada Real se convirtiera en un asentamiento de viviendas en las faldas de la ciudad de Madrid. Los poblados nacen con el mismo ímpetu y las mismas prioridades con el que se crearon en su día lo que hoy consideramos las grandes capitales. Estos son los misterios de la evolución urbana. A lo mejor dentro de dos décadas, la Cañada Real, que fue vía pecuaria para el ganado trashumante antes de contener los seis sectores tan variopintos de viviendas, llega a ser el rincón que se disputan las grandes fortunas para instalarse a vivir. Ha pasado en otros sitios. Desde los años sesenta recibe a un conjunto diverso de ciudadanos. Aunque el nombre del lugar dota a sus habitantes de la distinción de realeza, para muy pocos lo que ha ocurrido allí esta Navidad tiene la consideración de escándalo. Que 4.000 personas, entre ellos la mitad menores, hayan pasado estas fechas sin luz eléctrica es una conjunción de desinterés y desprecio. En este caso, además, se suma la falta de palabra de las Administraciones, que hace cuatro años presentaron con fanfarria sus soluciones para este asentamiento.
A estas alturas da bastante pereza distinguir a los responsables que lo hacen peor, porque ya cada lector tiene diseñadas sus listas de afinidades y no es cuestión de venir a cambiarle las pasiones a nadie. Pero estaremos de acuerdo en que tolerar estas condiciones de subsistencia aproxima a la indignidad a la autonomía que presume de ser locomotora nacional. Resulta penoso que una autoridad se haya referido a que los cortes de luz tienen que ver con las plantaciones ilegales de marihuana y haya tildado a todos sus pobladores de traficantes de drogas que aparcan los cochazos frente a la vivienda. Si algo así fuera cierto, lo razonable sería actuar legalmente para frenar esa deriva y atajar el delito. Y si más que una verdad es una manera de sacudirse la responsabilidad, sonaría tan chusco como llamar a todos los que viven en las urbanizaciones de lujo delincuentes tan solo porque algunos de sus vecinos son reiterados defraudadores fiscales. Incluso la idea de cortarle la luz a propósito a los delincuentes sería tan majadero como decidir no dar de comer a los presos. Todo se andará.
Si se analizan las razones para que nadie haya actuado con presteza para resolver este problema se encuentra algo desasosegante. Dejar incluso pasar de largo las fechas navideñas, que suelen concentrar una sobredosis de bondad institucional si las comparamos con el resto de días laborables del año, responde a la tremenda insensibilización que acompaña esta crisis sanitaria. Igual que algunos siguen bailando rabiosos en sus fiestas clandestinas, ajenos a la prudencia que los más débiles precisan, del mismo modo muchos ciudadanos desprecian la precariedad de otros. Forma parte de este esfuerzo de depredación sociológica en el que vivimos, de poner unos contra otros. Hay una violencia que nace de esa ignorancia de quien te es ajeno, que explota una forma de soledad que se atrinchera en el rencor prejuicioso. No se trata ya de atender al necesitado, sino de considerar sus necesidades un castigo merecido. Por eso algunos corren a negar este brutal episodio como un acto de acoso organizado. Así arman una explicación del infortunio. Todo lo que les pasa es porque se lo merecen. Y así se calman las conciencias y santas pascuas.