Tribuna

Manuel Azaña, más republicano que demócrata

Para el político, la democracia no era una esencia sino un procedimiento. Su legitimismo republicano condicionó la democracia a su concepción de la república

El presidente de la República Manuel Azaña.

Dirigiéndose al cualificado auditorio de “El Sitio” en Bilbao, Azaña confiesa que el suyo es un espíritu aquejado por la crítica; en muchas de sus intervenciones públicas y escritos deja constancia de un “contradictor interno” que le obliga a pasar por la criba del juicio cualquiera de sus opiniones o políticas. Este espíritu crítico lo refleja con su sólito castellano pulido en Cervantes y la invención del Quijote: la madurez consiste en enseñarse a desesperar. Aun conociendo y aceptando la limitada capacidad humana, “la condición subalterna de cada hombre ante el fenómeno inexplicable de la ...

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Dirigiéndose al cualificado auditorio de “El Sitio” en Bilbao, Azaña confiesa que el suyo es un espíritu aquejado por la crítica; en muchas de sus intervenciones públicas y escritos deja constancia de un “contradictor interno” que le obliga a pasar por la criba del juicio cualquiera de sus opiniones o políticas. Este espíritu crítico lo refleja con su sólito castellano pulido en Cervantes y la invención del Quijote: la madurez consiste en enseñarse a desesperar. Aun conociendo y aceptando la limitada capacidad humana, “la condición subalterna de cada hombre ante el fenómeno inexplicable de la vida”, no justifica el conformismo, la vida se ennoblece actuando sobre la realidad; no todo lo inmemorial es memorable; uno de los emblemas, “la tradición corregida por la razón”, que rige otro de sus principios, la unidad de acto en política entre “pensamiento y acción”, implica la forja de un ideal a cuya luz sea posible la evaluación crítica de la realidad. El espíritu crítico surge cuando el legado recibido, la realidad, requiera ser ponderado para entregarlo a las generaciones venideras; el dilema, entonces, aparece dramático “soltar el freno al deseo y ordenar a colmarlo es locura… sí… pero restringirse a un orden pacato es cordura, penosa renuncia a lo codiciable por falta de confianza en el esfuerzo propio” ante la disyuntiva Azaña asume el consejo maquiaveliano, más vale actuar y arrepentirse que no actuar y arrepentirse, siempre será preferible la innovación revolucionaria a la veneración por el historicismo.

Un ejemplo, quizás el más señero, que ilumina la personalidad política de Manuel Azaña sea el contraste entre dos conceptos: el nacionalismo y el republicanismo. El eslabón entre el sentimiento nacional y el espíritu republicano es el patriotismo. La idea clave para la comprensión de estos tres conceptos parte de una premisa bien establecida: “el patriotismo no es un código”, entendiendo por código lo que habitualmente designa el término ideología. Hannah Arendt caracteriza la ideología en sentido etimológico, “la lógica de una idea” en condiciones de explicar el pasado, conocer el presente y predecir el futuro a partir de unas premisas, sin referencia alguna a la realidad analizada o valorada. Azaña lo expresa en sentido análogo: “el patriotismo dogmático y normativo que para todas las cuestiones de orden moral posee un cierto viso de soluciones” donde el entusiasmo anula las facultades críticas. Si el patriotismo no es un código se impone aclarar su sentido, de entrada es “la incitación al cumplimiento de un deber”, el estímulo para ponderar cualquier controversia con el máximo rigor y la plena conciencia de no esperar respuesta inequívoca para cualquier problema de gobierno.

Azaña expone el rasgo más definitorio de la política, la emoción, en la más profunda de sus conferencias Grandezas y miserias de la política. La emoción es el signo de la vocación y, a su vez, la vocación el de la facultad. Sin embargo no todo lo que suscita emoción debe ser asumido; una vez más hace gala Azaña de su brillantez: “el ánimo heroico, admirable y útil, es posterior al juicio…” en la versión clásica de Max Weber, la entrega apasionada debe ser modulada con la mesurada frialdad, la ética de la convicción con la de la responsabilidad. Examinado así el patriotismo será elogiable cuando sea amor al país y será rechazable frente la exaltación fanática de una identidad, “el férvido sentimiento de la personalidad propia de Cataluña”. El ejemplo, precisamente, que mejor muestra la diferencia entre la razón y la sombra del patriotismo sea “catalanismo no equivale a republicanismo”.

Sin embargo desconcierta la precisión a la hora de definir el patriotismo nacionalista y el patriotismo republicano, Azaña reconoce la necesidad de estudiarlo, a veces lo caracteriza de manera impecable: “no consiste en meterse en la cabeza una ideología particular sino una disposición de seguridad, que se llama civismo”, pero lo más habitual al invocarlo es la apelación a un sentimiento tan irreflexivo como el férvido de la exclusividad excluyente del catalanismo; mientras que la emoción del sentimiento nacional debe sujetarse “a una fumigación previa”, pareciera innecesaria la invocación del espíritu republicano. Valgan las siguientes muestras: “una llama… una luz que guía al acierto y permite conocer en cada momento qué es lo mejor para el régimen republicano, el juicio podrá fallar, pero el corazón, no, y cuando la República está en tales manos, está a cubierto de todas las traiciones”; aunque proclama en varias ocasiones su fervor republicano no por arrebato místico, se parece mucho al misticismo afirmar: “no se es republicano porque se quiera. No basta la escarapela de un partido para ser republicano. La escarapela va en el fondo del alma”. El sexto sentido que, según Arendt, permite acceder a una realidad más verdadera. Con estas premisas Azaña reparte credenciales republicanas, mientras los socialistas sí lo son, los radicales de Lerroux exhiben un republicanismo devaluado dando preferencia a la nacionalización de la República sobre la republicanización de la sociedad.

El punto crítico de esta concepción del republicanismo es la defensa de una solidaridad entre partidos republicanos frente a los monárquicos, una oposición más cercana a la dialéctica amigo-enemigo que a la rivalidad entre adversarios. Cuando la proclamación de la República era una expectativa dejó sentado que sería un régimen para todos, pero gobernado por republicanos, de ahí su negativa a reconocer a la CEDA legitimidad para gobernar la República y, una vez, erigida en minoría mayoritaria, tras las elecciones en noviembre de 1933, acusar el fraude de unos sufragios recibidos de “la voluntad de las mujeres, dominadas por la fe religiosa o por el cura, y de los electores sobornados por el dinero” mientras la derecha monárquica no se convirtiera a la fe republicana carecería de legitimidad para dirigir la República. Un analista sagaz como Gaziel criticó razonadamente la pretensión de exigir, de forma inquisitorial, pruebas de sangre republicana, lo decisivo no era la conversión republicana de la derecha “sino que actúen dentro de la República”, la democracia no era una esencia sino un procedimiento. El legitimismo republicano de Azaña condicionó la democracia a su concepción de la república.

Manuel Zafra Víctor es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración Pública en la Universidad de Granada.


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