Tecnodicea
Es la ciudadanía la que tiene que responder a los nuevos desafíos y no solo el saber tecnológico
Corría el año 1944. Viendo Londres bombardeado desde el tejado de su casa en Regent’s Park, H. G. Wells recordaba lo que había escrito cuatro décadas atrás en La guerra en el aire: que las contiendas futuras, capitaneadas por las fuerzas aéreas, arrasarían ciudades enteras. Cuando la editorial Penguin reeditó esa novela, el visionario escritor británico incorporó un prólogo que se cerraba diciendo: “Os lo avisé, malditos idiotas”.
Abundan en nuestro tiempo los pretendidos émulos de Wells, aunque se parezcan más al hipocondríaco del chiste, en cuya lápida relumbraba un cenizo “yo ...
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Corría el año 1944. Viendo Londres bombardeado desde el tejado de su casa en Regent’s Park, H. G. Wells recordaba lo que había escrito cuatro décadas atrás en La guerra en el aire: que las contiendas futuras, capitaneadas por las fuerzas aéreas, arrasarían ciudades enteras. Cuando la editorial Penguin reeditó esa novela, el visionario escritor británico incorporó un prólogo que se cerraba diciendo: “Os lo avisé, malditos idiotas”.
Abundan en nuestro tiempo los pretendidos émulos de Wells, aunque se parezcan más al hipocondríaco del chiste, en cuya lápida relumbraba un cenizo “yo ya lo dije”. Los nuevos videntes no escrutan las entrañas de las ocas, como los arúspices de la antigua Roma, sino las tripas del big data. Nos dicen qué empleos se verán abocados a desaparecer en un futuro próximo y, al mismo tiempo, nos tranquilizan arguyendo que la inteligencia artificial se ocupará mejor de ciertas tareas. Cabe preguntarse si, al presentar como inevitable la precarización de las condiciones laborales, algunos expertos no hacen sino coadyuvar a una profecía autocumplida.
Cuando los fines están fuera de toda duda, solo queda ocuparse de los medios. De ahí que el sistema soviético decidiese apostar por las enseñanzas politécnicas, a cuyos alumnos eximía del servicio militar, en detrimento de las humanísticas. En tanto que el marxismo establecía un futuro ineluctable, una flecha que llevaba directamente al Estado socialista, no cabía perder el tiempo en saberes “inútiles” que, para colmo, podían cuestionar ciertos axiomas. Años después, la euforia capitalista daba por sentada la expansión de la democracia hacia el Este y la superación del eje izquierda/derecha. La trampa del optimismo, por decirlo con González Férriz, consistió en creer que la victoria del orden liberal supondría el fin de la historia. Inquietante es, cuando menos, el regreso de aquella retórica tecnocrática y sansimoniana que, al hilo de los años noventa, enarbolaban los miembros de la tercera vía. ¿Cuán vulnerables nos hizo dicha hybris ante las burbujas tecnológica y financiera que estaban por venir? Sostenía Leibniz que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Su teodicea, una tentativa de conciliar la existencia de Dios con el mal en el mundo, consideraba que las calamidades y las plagas eran hechos inevitables. Hoy cabría hablar de tecnodicea: confiamos en la omnipotencia de la tecnología para arreglarlo todo, y cuando algo sigue roto, porque ni la tecnología puede con el mal, consideramos que estaba roto sin remisión. Por supuesto, confundir el progreso técnico con una ley eterna es tomar el rábano por las hojas. Nada hay de ineluctable en la marcha del mundo.
Creer que la suerte está echada es una manera pobre de hacer frente a la cuarta revolución industrial. Perdido estaría el zahorí si creyese que las varillas se mueven solas. En palabras de Antonio García Maldonado en El final de la aventura, “el cambio tecnológico no debe convertirse en una coartada para volver a un capitalismo dickensiano de falsos autónomos o trabajadores pobres con smartphones”. Puede que los expertos se vistan con los ropajes de la clase universal (aquella que, según Hegel, carecía de intereses particulares) y que la nueva gestión pase por ser pulquérrima y eficiente. Pero no basta con la apariencia de neutralidad para disimular una permanente labor de zapa antipolítica. Bajo su disfraz, la tecnocracia no es sino ideología.
Curioso es que, como señala García Maldonado, la pandemia volviese repentinamente indispensables a los médicos mal pagados de la sanidad pública, a los precarios repartidores a domicilio o a los conductores de ambulancia. De un día para otro, se trocaba una retórica darwinista y excluyente, que acusaba a unos sectores de vivir a expensas de otros más innovadores, por un lenguaje empático que exigía reconocimiento para camioneros, cajeras y riders. ¿Mera excepción? ¿O, como decían los más optimistas, extraíamos una enseñanza de la pandemia? Puede que la crisis del coronavirus rompiese, además de otras tantas cosas, el hechizo de la tecnodicea.
En la república platónica de los expertos, el saber se confunde con la mera gestión de datos. Bueno es recordar que el cálculo es transparente, cerrado y previsible, mientras que el pensamiento es oscuro, abierto e imprevisible: es decir, dialéctico. De nada sirve confinarlo en cámaras individuales, pues lo anima un vigor espontáneo que rebasa los muretes de cualquier disciplina. Como dijo John Stuart Mill quien solo conoce su lado del asunto, poco sabe de él. El conocimiento no puede ser una prerrogativa de especialistas.
La incesante especialización del conocimiento lleva al repliegue cívico; este, atizado por el auge de la antipolítica, a la anomia. La convicción ilustrada de que el saber nos libera encuentra hoy su opuesto: vivir aherrojados por las cadenas de un conocimiento tan especializado que nos oprime. Así y todo, no son pocas las cuestiones relativas a empleo, producción e innovación que siguen sin responderse. Y no es la tecnología, sino la ciudadanía, quien debe hacerlo.
Jorge Freire es escritor.