Columna

Por una democracia inclusiva

¿Por qué molesta que la primera experiencia de coalición aguante razonablemente, sin que las lógicas diferencias entre los socios hayan provocado situaciones especialmente conflictivas?

Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, en una imagen de archivo.Jaime Villanueva

La calidad de la democracia debería medirse por su capacidad de inclusión. Inclusión social, por supuesto, pero también política e ideológica. Una democracia de calidad es la que mejor permite integrar la diversidad de nuestras complejas sociedades. Por eso es lamentable que la irritación que produce en la derecha la presencia de Podemos en el Gobierno y la diversidad de la mayoría parlamentaria se traslade también a determinados sectores del partido socialista. ¿Por qué molesta que la primera experiencia de coalición aguante razonablemente, sin que las lógicas diferencias entre los socios hay...

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La calidad de la democracia debería medirse por su capacidad de inclusión. Inclusión social, por supuesto, pero también política e ideológica. Una democracia de calidad es la que mejor permite integrar la diversidad de nuestras complejas sociedades. Por eso es lamentable que la irritación que produce en la derecha la presencia de Podemos en el Gobierno y la diversidad de la mayoría parlamentaria se traslade también a determinados sectores del partido socialista. ¿Por qué molesta que la primera experiencia de coalición aguante razonablemente, sin que las lógicas diferencias entre los socios hayan provocado situaciones especialmente conflictivas?

Unidas Podemos, una organización nacida de las movilizaciones sociales contra las políticas de austeridad que siguieron a la crisis de 2008, después de irrumpir con sorpresivo éxito en las elecciones europeas de 2014, en seis años ha pasado de los márgenes del sistema a formar parte de un Gobierno constitucional. Debería ser motivo de satisfacción por lo que representa de capacidad de integración. Pues no, algunos, por lo visto, tienen una idea muy estrecha de la democracia. Y creo que en buena parte es la sombra alargada del bipartidismo lo que pesa sobre la escena.

La regla de la mayoría, la mitad más uno como horizonte de la conquista del poder, y el sistema de intereses relativamente simple del capitalismo industrial en el que crecieron las democracias modernas tendía a favorecer el bipartidismo. En España, el proceso de su construcción fue largo: del barullo de UCD se pasó a la hegemonía del PSOE, y se necesitó una década para que la derecha —superada la travesía del desierto— construyera la otra pieza del sistema. Y así PP y PSOE configuraron el bipartidismo español, una democracia corporativa de reparto del poder en la que los demás eran simplemente figurantes, con las excepciones del País Vasco y Cataluña, esta última debidamente neutralizada hasta que se fue el presidente Pujol. Tan sólido parecía el esquema que cuando el bipartidismo decayó (2014) ni el PSOE ni el PP sabían por qué había sido. De hecho, el sueño del regreso al bipolio del poder sigue intacto en algunas cabezas. Y en esta fantasía habitan todavía las viejas guardias de los grandes partidos.

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En la democracia española la mayoría de los presidentes han llegado al poder muy jóvenes. Un hecho positivo que sólo tiene un pero: salen con una larga carrera de ex por delante. Y no todos saben tomar distancia. Aznar hizo la vida imposible a Rajoy, flirteando con la extrema derecha y con Ciudadanos, y ha conseguido colocar a uno de los suyos: Pablo Casado, que ahora deberá pasar la prueba de la emancipación. Y Felipe González llegó a liderar la defenestración de Pedro Sánchez, que se tomó la revancha con el apoyo de la militancia. Como vemos estos días, estas cosas no se perdonan fácilmente. Es hora de saber moverse con cierta polivalencia. No es momento para la cerrazón bipartidista.

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