Análisis

La medalla de oro es de óxido

La decisiva región de EE UU que regaló la poltrona a Trump en 2016 no ha visto culminadas sus expectativas con el presidente republicano

Varias personas realizan el recuento de votos en Detroit, Michigan.David Goldman (AP)

Al final, como ocurrió en 2016, la medalla presidencial será de óxido. Salvo que el intento de salón de golpe de Estado judicial urdido por el presidente saliente se imponga.

Y muy probablemente dependa también, como entonces, de unos miles de votos. En tres de los cuatro Estados del cinturón oxidado —Michigan, Wisconsin, Pensilvania—, que en aquella ocasión fueron dirimentes. Unos Estados-emporio de la industria manufacturera ajada por la historia: la extractiva minera, el primer ferrocarril, el automóvil de los viejos buenos tiempos. Esa cultura mellada por la globalización y l...

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Al final, como ocurrió en 2016, la medalla presidencial será de óxido. Salvo que el intento de salón de golpe de Estado judicial urdido por el presidente saliente se imponga.

Y muy probablemente dependa también, como entonces, de unos miles de votos. En tres de los cuatro Estados del cinturón oxidado —Michigan, Wisconsin, Pensilvania—, que en aquella ocasión fueron dirimentes. Unos Estados-emporio de la industria manufacturera ajada por la historia: la extractiva minera, el primer ferrocarril, el automóvil de los viejos buenos tiempos. Esa cultura mellada por la globalización y la competencia de las nuevas tecnologías.

La decadencia productiva de este sector nutrido de obreros blancos de cierta edad, tradicionalmente demócratas, fue lo que les condujo a cambiar su costumbre y entregar su confianza a un vendedor de presunto futuro. Donald Trump les prometió empleo y prosperidad, mediante la recuperación de las sedes y las factorías de las industrias que se deslocalizaron hacia México o Asia por impulso de la liberalización comercial que aprovechaba los menores costes laborales de esas zonas.

¿Cómo? Revirtiendo aquel liberalismo en beneficio de un neoproteccionismo rampante. Hilvanado sobre la ruptura de los tratados comerciales previos o en camino: el NAFTA con Canadá y México, que fue recauchutado; el de Asia-Pacífico, que acabó en la retirada aislacionista de Washington, bien aprovechada por Beijing para asentar su hegemonía continental; o la negociación con Europa del TTIP, cuya respiración aún latía, aunque asmática, en la última fase de Barack Obama.

Un proteccionismo asentado asimismo en la anulación de facto de la Organización Mundial del Comercio por la vía de boicotear la elección de nuevos jueces-árbitros a medida que iban llegando a su vencimiento los anteriores mandatos. Y exagerado mediante la imposición unilateral de aranceles, sobre todo a los productos de China, pero también a los de la Unión Europea y de sus socios americanos.

Esas guerras comerciales que se prometían como lenitivo a la decadencia del Medio Oeste eran —y son— el verdadero núcleo duro del trumpismo económico y de la pretendida recuperación del liderazgo de la gran nación, puesto en cuestión por el modelo autoritario de capitalismo asiático. Es el factor diferencial con sus predecesores republicanos.

Porque el resto se calca de las recetas de Reagan y los Bush padre e hijo: grandes reducciones de impuestos, sobre todo a las clases altas y las grandes empresas; desafío al Estado de bienestar (sanidad incluida); enorme gasto fiscal; y déficit y deuda crecientes, como saldo resultante. El impacto final, un calentamiento de la economía brillante en lo inmediato (sobre todo si se hereda un buen legado de crecimiento, como el dejado por su predecesor) pero difícilmente sostenible a largo plazo, como se ha comprobado. Y que la Reserva Federal ha podido prolongar a base de tipos de interés cero y expansión de las compras de bonos.

Pues bien, ese factor diferencial de Trump, esas guerras comerciales a las que fiaba la prosperidad y el futuro se han traducido en humo al convertirse en cifras. El fiasco ha sido impresionante. El déficit comercial de EE UU creció de 750.000 millones de dólares a 864.000 (de 642.000 a 740.000 millones de euros) entre 2016 y 2019 y las exportaciones estadounidenses a China solo aumentaron un 1,8% en el último año (de agosto a agosto), mientras sus importaciones desde el gigante asiático crecieron “un impresionante 20%”, como ha resumido la economista ortodoxa Anne Krueger.

Así que el fiasco ha sido impresionante. La guerra exterior no ha logrado relanzar la industria tradicional y el empleo fabril manufacturero ha seguido reduciéndose, bajo el mandato Trump, hasta el 8,4% en todo el país: 12, 2 millones de trabajadores, frente a 17,2 millones a final de 2000. Y también en los Estados bisagra del Medio Oeste.

De esta forma, el grueso de los ciudadanos de esa región no podría contestar afirmativamente a la pregunta de Reagan sobre si viven mejor o peor que tras el último mandato presidencial. Claro que la orientación del voto no la determina solo la economía familiar, ni siquiera la economía global. Pero explica en este caso la dificultad del presidente a cargo para renovar su contrato con la región que antes le regaló la poltrona. Pronto veremos si ahora se la devuelve al rival demócrata, como solía.

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