Columna

Justos por pecadores

Aquellos que han cuidado con esmero los protocolos del ocio y del negocio acusarán las imprudencias de los que han ido amontonándose en terrazas y restaurantes, perdiendo la cabeza, tanto dueños como clientes

Ambiente en la Plaza de Olavide, Madrid, el pasado jueves.Olmo Calvo

Volvíamos en coche del Festival Hay de Segovia. La noche se anticipaba por un cielo cubierto de nubarrones. Escuchábamos las alarmantes noticias de la radio. Se iba sabiendo el alcance de las restricciones de movimientos en los barrios históricamente castigados en cualquiera de los aspectos del bienestar. Íbamos en silencio, rumiando los datos. En estos días andamos haciendo equilibrios entre el impulso que se precisa para vivir, trabajar, incluso disfrutar, y el acecho de una sombra que de pronto oscurece el ánimo. Hay cosas que se piensan y no se dicen para no contagiar la melancolía, y esto...

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Volvíamos en coche del Festival Hay de Segovia. La noche se anticipaba por un cielo cubierto de nubarrones. Escuchábamos las alarmantes noticias de la radio. Se iba sabiendo el alcance de las restricciones de movimientos en los barrios históricamente castigados en cualquiera de los aspectos del bienestar. Íbamos en silencio, rumiando los datos. En estos días andamos haciendo equilibrios entre el impulso que se precisa para vivir, trabajar, incluso disfrutar, y el acecho de una sombra que de pronto oscurece el ánimo. Hay cosas que se piensan y no se dicen para no contagiar la melancolía, y estoy segura de que las cuatro personas volvíamos a la ciudad contentas y desalentadas. Los sentimientos más antagónicos se mezclan en tiempos pandémicos. Contentas, sí, porque nuestro acto se había llenado en el tanto por ciento correspondiente. Había sido emocionante ver entrar a toda esa gente al teatro siguiendo el protocolo de distancia, higiene, seguridad. El público se sometía a la incomodidad de la espera por escuchar la palabra en vivo, por reunirse con otros seres humanos. Desalentadas también, porque en nuestra vieja vida cualquier acto cultural tenía su recompensa culinaria: la comida y el chafardeo. Ahora el premio es volver a casa esperando no haberte contagiado.

A pesar del riesgo que se asume hay también un número no desdeñable de ciudadanos que están yendo al teatro. Es un milagro. El espectáculo está estos días tanto en el escenario como en el patio de butacas. Los actores son conscientes de la presencia de esos tozudos espectadores, los vislumbran separados por dos butacas unos de otros, intuyen que pagan su entrada por asistir a una experiencia interpretativa en directo después de tanta serie televisiva, y que arriman el hombro para que no decaiga. Se respira una solidaridad resistente.

Al llegar a Madrid después de la charla segoviana vamos a un restaurante. Será por las informaciones que iba desgranando la radio o por el discreto acto del que venimos el caso es que habíamos imaginado un ambiente más comedido. Muy al contrario, de pronto, la bulla nos sobrecoge. Pareciera como que hubiéramos regresado al mundo precovid: grupos numerosos de amigos, el griterío propio de un local donde la música está demasiado alta, risotadas, personas moviéndose entre las mesas, que desinhibidas por el alcohol llevan la mascarilla en el codo cuando van al baño. Nosotras somos habitantes de este futuro que se adelantó a su tiempo y el espectáculo de lo banal nos entristece. No se observa la más mínima consideración hacia ese otro Madrid al que acaban de mandar al encierro. Yo qué sé, un decoro, una contención en el nivel de juerga que denote una cierta solidaridad con lo que está pasando en otros barrios. ¿No están informados, no escuchan la radio? ¿Les importa una mierda? En la mesa de al lado dos tíos tratan de ligarse a dos chavalas a las que se ve que acaban de conocer. Están mostrando todo su plumaje y es imposible que su conversación no entorpezca la nuestra. Uno de ellos, encendido, habla de esas mujeres que por cualquier cosa te denuncian, de esos negros que ahora son afroamericanos, del gay al que ya no se puede llamar maricón como se ha hecho toda la vida de Dios. Un puto maricón, dice, exponiéndole a la chica sus principios. Grandes preocupaciones de ayer, de hoy y de siempre. Una ciudad se hunde y ahí están las mujeres, a lo suyo, denunciando.

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La desagradable sensación es que en este posible confinamiento que ya nos amenaza pagarán justos por pecadores: aquellos que han cuidado con esmero los protocolos del ocio y del negocio, acusarán las imprudencias de los que han ido amontonándose en terrazas y restaurantes, perdiendo la cabeza, tanto dueños como clientes. Esta semana, saliendo del Teatro Español, me dice una actriz, “veo a la gente bebiendo, sin respetar la distancia, y me duele”. En ello le va la vida, y el trabajo. Cómo no le va a doler.

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