Opinión

La marcha de los muertos

Más de 100.000 víctimas del Gobierno de Bolsonaro y somos cobardes hasta el punto de normalizar un crimen de lesa humanidad que se comete en nuestro nombre

Una proyección en un edificio de Brasil sobre los 100.000 muertos por covid-19.MAURO PIMENTEL (AFP)

Quería empezar transmitiendo mi horror al escribir este texto sobre los 100.000 muertos mientras unos cientos de ellos todavía están vivos y luchando por su vida. Todos sabemos que llegamos a los 100.000 muertos. Este es el horror. Y superamos los 100.000 muertos, y este es el horror. Y no sabemos a cuántos miles de muertes llegaremos, porque en Brasil no hay ningún control sobre la propagación de la covid-19. Estaría horrorizada si solo se tratara de la fatalidad de un virus. Pero estoy convencida de que no se trata de eso. Es una convicción basada en hechos, como debe proceder una periodista...

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Quería empezar transmitiendo mi horror al escribir este texto sobre los 100.000 muertos mientras unos cientos de ellos todavía están vivos y luchando por su vida. Todos sabemos que llegamos a los 100.000 muertos. Este es el horror. Y superamos los 100.000 muertos, y este es el horror. Y no sabemos a cuántos miles de muertes llegaremos, porque en Brasil no hay ningún control sobre la propagación de la covid-19. Estaría horrorizada si solo se tratara de la fatalidad de un virus. Pero estoy convencida de que no se trata de eso. Es una convicción basada en hechos, como debe proceder una periodista que expresa su opinión. Una convicción fundada en el seguimiento del Diario Oficial y la comunicación del Gobierno. Mi horror es infinitamente mayor precisamente porque estamos presenciando un genocidio cometido por Jair Bolsonaro y todos los funcionarios —uniformados o no, con el pecho estrellado o no— que tienen poder de decisión. Mi horror es por escribir sabiendo que superamos los 100.00 muertos y darme cuenta de que no hemos encontrado la fuerza necesaria para detener el genocidio y aún no hemos encontrado gente suficiente —en Brasil y en el mundo— que se una a la lucha para detener un crimen de lesa humanidad. Un genocidio no tiene nacionalidad, impedirlo es cometido de todos los humanos.

Pido perdón a los muertos por nuestra debilidad como pueblo. Pido perdón en nombre de los juristas e intelectuales que prefieren no hacerlo, porque, a fin de cuentas, Bolsonaro es solo un incompetente y no un asesino deliberado y sistemático. Algunos todavía se enjuagan con la palabra “banalización”, denunciando que el término se está vulgarizando, sin darse cuenta de que son ellos los que banalizan más de mil muertes diarias. Pido perdón por los periodistas que prefieren ser “imparciales” ante una masacre, como si su supuesta imparcialidad justificara su omisión como seres humanos. Pido perdón en nombre de los que aprueban a Bolsonaro porque reciben 110 dólares mensuales del Gobierno, porque conozco a muchas personas en situación de pobreza que reclaman su derecho a ser atendidos por el Estado en una emergencia, pero no contemporizan con la muerte del otro. Pido perdón en nombre de quienes creen que es suficiente poner su nombre en una petición mientras los muertos se amontonan. Pido perdón por las élites intelectuales que son voluntariamente pueriles en la política y carecen de valor personal para asumir su papel histórico en la detención del exterminio. Pido perdón por esa parte pusilánime de la población que, con las más variadas excusas, delega en el otro la tarea de afrontar lo más difícil. Pido perdón en mi nombre por no haber sido capaz de hacer lo mínimo suficiente.

Todos los días me levanto y me acuesto pensando en cuál es el papel de una periodista, una ciudadana, una persona que presencia un genocidio. Y me horrorizo, porque ya no sé qué hacer, porque hay al menos cuatro peticiones en la Corte Penal Internacional, pero, dada la magnitud de la destrucción, la movilización en torno a las denuncias todavía es pequeña. Todavía son pocos los que utilizan su espacio para dar nombre al horror. Por lo tanto, una vez más, pido perdón para el que no tiene perdón.

Te pido perdón, gran Aritana, jefe del Xingú, porque tu voz de tantas lenguas ha sido silenciada porque Bolsonaro ha permitido que la selva siguiera abierta a los agentes del virus —muchos de ellos atienden por los nombres de grileiros (ladrones de tierras públicas) y garimpeiros (buscadores de oro y diamantes)— y lo ha hecho con el apoyo de los generales de su corte, herederos de una dictadura que mató a más de 8.000 indígenas impunemente. Te pido perdón porque tantos blancos creen que negar medidas de emergencia e incluso agua potable a los indígenas en la pandemia, como hizo el Gobierno, es “incompetencia” o “fracaso de la política sanitaria contra la covid-19”. Te pido perdón, Manoel da Cruz Coelho da Silva, conocido como Seu Bié, quilombola (descendiente de esclavos rebeldes) de Frechal, en el Estado de Maranhão, porque demasiada gente cree que el hecho de que mueran más negros que blancos es “normal”. Te pido perdón, Clarivaldina Oliveira da Costa, conocida como Tía Uia, quilombola de Rasa, en el Estado de Río de Janeiro, porque, después de tantos siglos de lucha por existir en un país fundado sobre los cuerpos de los esclavos, has muerto por el racismo. Te pido perdón, Carlilo Floriano Rodrigues, que criaste a siete niños con tanto cariño y caminaste con valentía incluso sin una pierna. Te pido perdón, Alayde Antônia Rossignolli Abate, que no te separabas de tu perro, Paçoca. Te pido perdón, Roosevelt Guimarães Soares, que mientras vivías te despertabas a las tres de la mañana para vender sandía en el mercadillo. Te pido perdón, Delcides Maria Oliveira, que en tu niñez engañaste el hambre con cucharadas de café, pero no pudiste vencer la indiferencia del Gobierno por los muertos de covid-19. Te pido perdón, adolescente yanomami, muerto a los 15 años y enterrado en una tierra extraña como si fueras una cosa.

Pido perdón a todos los 100.000, cada uno con su nombre, su historia, sus deseos, sus debilidades, sus sueños y sus amores. Sus gestos, que el crimen ha inmovilizado. Pido perdón a los Innumerables que se convirtieron en estadísticas y a las Luciérnagas a quienes se les apagó la luz por la indiferencia de Bolsonaro hacia sus vidas. “¿Y qué?”, dijo el genocida cuando habían muerto 5.000 personas por la “gripecita”.

Pido perdón por la vida interrumpida por el hambre de muerte de quien dijo, el jueves, ante la proximidad de los 100.000 brasileños muertos: “Vamos a seguir con nuestra vida y buscar una manera de librarnos de este problema”. Pido perdón porque Bolsonaro solo puede ser presidente porque hay millones como él, igual de indiferentes hacia la vida del otro, paseándose sin mascarilla para que mueras sin aire.

Pido perdón por los que fueron enterrados en tumbas sin nombre. Pido perdón por los que fueron enterrados en cajas de papel porque ya no había ataúdes. Pido perdón por quienes han sufrido la indignidad de empezar a descomponerse en casa porque no había un servicio público que recogiera sus cuerpos, sometiendo a sus seres queridos a la tortura de sentir aversión por el olor de quienes amaban. Te pido perdón, bebé yanomami, que has sido enterrado lejos de tu tierra y de tu mundo, sin el lamento de tus padres, sin los homenajes de tu pueblo y, por tanto, no tendrás paz ni dejarás en paz a los vivos.

Pido perdón a todos los que no han sido llorados en la tumba, a los enterrados por un sepulturero que no los conocía, sometiendo a sus seres vivos al flagelo de no despedirse y, por lo tanto, no hacer el luto. Pido perdón a los sepultureros sometidos a la brutalidad del Estado. Pido perdón a los sanitarios que, día tras día, arriesgan su vida y son agredidos en la calle a instancias del presidente de la República. Pido perdón al bebé xavante, que, cuando murió, contagió a parte de su pueblo que no recibió ninguna orientación para protegerse de otro virus. Pido perdón a los indígenas que viven en la ciudad, a quienes el propio Estado que los expulsó de sus tierras les arrancó la identidad. Como sus muertes no se registran como lo que son —indígenas—, son asesinados por segunda vez. Pido perdón por permitir que las personas sean tratadas como cosas y por cosificarnos al normalizar el exterminio.

Pido perdón no porque sienta “culpa cristiana”, como me han “acusado” en otras ocasiones. Pido perdón porque tengo “responsabilidad colectiva”, porque soy responsable de lo que han hecho y de lo que hacen en mi nombre y en el tuyo. Bolsonaro está perpetrando un genocidio en nuestro nombre cuando reemplaza a profesionales de la salud con experiencia en epidemias por militares sin experiencia en salud. Está perpetrando un genocidio en nuestro nombre cuando distribuye cloroquina e hidroxicloroquina incluso a los pueblos indígenas, un medicamento cuya ineficacia contra la covid-19 ya ha sido científicamente demostrada, así como sus riesgos. Está perpetrando un genocidio en nuestro nombre cuando retiene los recursos destinados a enfrentar la pandemia mientras faltan hasta sedantes en los hospitales para aliviar el dolor de las víctimas. Está perpetrando un genocidio en nuestro nombre cuando veta las medidas de seguridad e incita a la gente a salir a la calle sin mascarilla. Se pueden seguir acumulando actos de Bolsonaro que demuestran su intención de matar. Y también de dejar morir, que es otra forma de matar, ya que un gobernante tiene la responsabilidad constitucional de proteger a la población del país que gobierna.

Pido perdón. Y también digo que, aunque seamos pocos, resistiremos. Los pueblos que están siendo masacrados, como los indígenas, están produciendo sus propias estadísticas y sus memoriales. Es la forma de reconocer la vida de los que han muerto y darles la dignidad de la verdad en la muerte. Frente a los crímenes de lesa humanidad, los obituarios han cobrado el significado de resistencia. Contar la historia y las historias se ha convertido en insurgencia, para que los muertos puedan vivir como memoria y sus asesinos no escapen de la Justicia. Resistimos contando los muertos en más de un sentido: como estadística fiable, como identidad reconocida, como historia contada. Nos sublevamos escribiendo los viviarios de los que han sido asesinados, porque, ante las acciones y omisiones de Bolsonaro y su Gobierno, morir de covid-19 no es una muerte muerta, es una muerte matada.

Nosotros, los que Bolsonaro y su Gobierno aún no han logrado matar, recordaremos y haremos recordar. Y, cuando muramos, nuestros hijos recordarán. Y, cuando nuestros hijos mueran, nuestros nietos recordarán.

Querido Jair Bolsonaro, queridos generales, queridos civiles involucrados en crímenes de lesa humanidad relacionados con la covid-19: espero que los más de 100.000 muertos los atormenten. Espero que algún día alguien haga una película de la marcha de los muertos a Brasilia, marcando el regreso del realismo mágico en nuestro continente, ya que la realidad que ustedes han impuesto nos ha robado hasta la posibilidad de la fantasía. Entonces, liderados por el gran Aritana, que llevará en sus brazos los cuerpos muertos de los bebés yanomami insepultos, más de 100.000 dedos los señalarán. Quizá puedan escapar de los tribunales. No escaparán de la memoria.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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