El epitafio que debería estar grabado en las tumbas de las víctimas
Brasil ya ha llorado bastante. Necesita, ante tanta muerte de inocentes y tanta política enfangada, aires nuevos de resurrección.
Son 100.000 vidas perdidas, 100.000 historias de dolor y millones de lágrimas derramadas. Es una cifra que espanta, entristece y enluta al país. ¿Basta llorar por ellas? No, porque fue una tragedia anunciada. El día de silencio informativo, que ha querido ofrecer a los lectores este diario para dedicarlo a la tragedia, debe convertirse también en un grito contra el poder que pudo evitar muchas de las muertes y prefirió cerrar los ojos. Será la historia quien juzgará la complicidad con esa matanza.
De esa tragedia pasará tristemente a la historia la frase del presidente Bolsonaro pronunc...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Son 100.000 vidas perdidas, 100.000 historias de dolor y millones de lágrimas derramadas. Es una cifra que espanta, entristece y enluta al país. ¿Basta llorar por ellas? No, porque fue una tragedia anunciada. El día de silencio informativo, que ha querido ofrecer a los lectores este diario para dedicarlo a la tragedia, debe convertirse también en un grito contra el poder que pudo evitar muchas de las muertes y prefirió cerrar los ojos. Será la historia quien juzgará la complicidad con esa matanza.
De esa tragedia pasará tristemente a la historia la frase del presidente Bolsonaro pronunciada el 27 de abril pasado, cuando el número de víctimas mortales había alcanzado la cifra de 5.017. Preguntado sobre qué sentía, respondió despectivo: “E daí. Lamento. Quer que eu faça o que? Sou Messias, mais não faço milagre” (Lo siento, ¿qué quieren que haga? Soy Messias, pero no hago milagros). La frase debería ser grabada, como trágico epitafio, en las 100.000 tumbas de las víctimas.
Es verdad que el presidente Jair Bolsonaro, que se llama también Messias, no podía hacer milagros. Pero podría haber cumplido con su deber como máximo representante del país. Podría, por lo menos, no haberse mofado de la tragedia calificándola de “gripecita”. Podría habernos ahorrado el bochorno de burlarse de las consignas de la medicina y de la ciencia respetadas en los otros países del mundo, en vez de promover remedios sin ninguna garantía científica como si se tratara de un curandero callejero.
Podría habernos ahorrado la humillación de retirar a los ministros médicos del Ministerio de Salud a quienes reemplazó por un puñado de militares sin experiencia en la materia. En vez de pedir a sus huestes que espiasen en los hospitales donde moría la gente, podría haber ido personalmente para consolar a las víctimas y sus familiares. No lo hizo.
Los 100.000 muertos de este jueves son un atentado del poder contra las vidas que habrían podido salvarse y que ensombrecen aún más la ya desgastada imagen de Brasil en el exterior.
Es posible que Bolsonaro, de no acabar sentado en el banquillo del Tribunal de la Haya acusado de crimenes contra la humanidad, llegue a querer intentar reelegirse en 2022. En ese caso es posible que las 100.000 víctimas de la pandemia, y las que hasta entonces puedan aún llegar, se presenten en las urnas electorales para susurrarles a la consciencia de los votantes: “¡No, a ese, no!”. Brasil ya ha llorado bastante. Necesita, ante tanta muerte de inocentes y tanta política enfangada, aires nuevos de resurrección.
La esperanza de quienes no han perdido el sentido de la justicia y que respetan el misterio de la muerte y del dolor propio y ajeno, es que esas 100.000 víctimas, y las que por desgracia les seguirán, no hayan sido sacrificadas en vano. Que ellas asomen a los sueños de los vivos que se creen eternos.