Cataluña sin norte
La agonía de Torra daña al Estado autonómico y humilla a los catalanes
Más allá de su utilidad para afrontar los rebrotes de la pandemia y la recesión económica, la reciente Conferencia de Presidentes ofrece pistas de futuro para el desarrollo y consolidación del Estado autonómico. Desde la vorágine de la crisis es difícil concebir el sentido final de proyectos que surgen para tratar lo más urgente, pero hay ejemplos en la historia de las instituciones federales que muestran cómo pueden llegar a consolidarse iniciativas que surgieron de encuentros e intercambios informales.
Como el actual Consejo Europeo, que nació en 1974 como mero foro semestral de las c...
Más allá de su utilidad para afrontar los rebrotes de la pandemia y la recesión económica, la reciente Conferencia de Presidentes ofrece pistas de futuro para el desarrollo y consolidación del Estado autonómico. Desde la vorágine de la crisis es difícil concebir el sentido final de proyectos que surgen para tratar lo más urgente, pero hay ejemplos en la historia de las instituciones federales que muestran cómo pueden llegar a consolidarse iniciativas que surgieron de encuentros e intercambios informales.
Como el actual Consejo Europeo, que nació en 1974 como mero foro semestral de las cumbres y que impulsó de la mano de Helmut Schmidt y Valéry Giscard el Sistema Monetario Europeo de 1979, ha acabado consagrado como institución clave de la UE desde el Tratado de Lisboa y ha sido protagonista del paquete económico más potente de la historia comunitaria. Quienes altaneramente desprecian las nuevas fórmulas y organismos surgidos de la vida política real harán bien en tener presente que aquel conciliábulo no era al principio nada y hoy es, institucionalmente, de gran importancia.
Otra indicación de la reunión de San Millán es que la profundización autonómica —como un terreno practicable entre la centralización y la fragmentación, que se modula desde la Constitución— no puede esperar a uno de sus grandes protagonistas históricos, Cataluña. La sociedad catalana impulsó la autonomía y esta vino a proponer una respuesta general a su reclamación de autogobierno. El Estado autonómico se concibió así en gran medida como eficaz respuesta a la cuestión catalana. Pero su dinámica desborda ya ampliamente el planteamiento inicial.
Y hoy no puede verse obstaculizado por la defección aislacionista de los dirigentes secesionistas. Conviene que posconvergentes y republicanos tomen nota: en un momento la impronta catalana fue imprescindible para el modelo de Estado compuesto. Hoy su presencia sigue siendo más que conveniente, pero de forma acelerada. Mañana dejará de ser relevante si se empeñan no solo en no colaborar, sino en despegarse. Los vacíos tienden a llenarse. Y la fuerza de la gravedad de 16 comunidades y los signos de compromiso autonomista del Gobierno constituyen ya una realidad ineludible.
Por eso la autoexclusión del actual inquilino de la Generalitat de ese foro, si se consolida como tendencia, es mucho más grave de lo que denota para la agenda inmediata. Y mucho más dañina para los catalanes, que se quedaron huérfanos de representación en el inicio de un proceso clave (los criterios y métodos para orquestar la recepción de los fondos europeos). Tiende a pespuntear una incomparecencia política estructural. Tanto más dramática cuanto que acompaña a la pérdida de peso de la economía catalana en el PIB español. Y al declive de la vis atractiva global de Cataluña: desde hace más de ocho años ningún dirigente europeo, ni mundial, ha tenido interés en acercarse a un territorio erigido por sus dirigentes en patria de la confrontación.
Una Cataluña desnortada constituye una mala noticia para España, y pésima para los catalanes. No es algo ajeno al agónico y obsceno estertor que exhibe el Govern de la Generalitat encabezado por quien se reconoció voluntariamente como presidente vicario, Quim Torra. El 29 de enero anunció inminentes elecciones tras la aprobación del presupuesto pues la actual legislatura “ya no tiene recorrido político y llega a su final”, y ningún Gobierno puede funcionar “sin “lealtad entre sus socios”.
De aquel compromiso, como de tantos otros, no hubo nada, solo la coartada de que un proceso electoral puede complicar una coyuntura sanitaria difícil. Pero no ha sido así ni en Galicia ni en el País Vasco. Y, en cambio, el continuismo de Torra, por su ineficacia, ha contribuido a agravar los problemas. El Govern sigue como en enero sin “funcionar”. Y la “lealtad entre sus socios” es una ironía. Si además los catalanes se arriesgan a ser aun más ninguneados en casa y fuera de ella por su propio Ejecutivo cuando empiezan a repartirse las cartas del futuro a varios años vista, esa parálisis resulta imperdonable.