Agonía catalana
Un dirigente como Quim Torra, que divide a sus conciudadanos y les provoca más problemas de los que les resuelve, es un lastre
Gallegos y vascos han votado estabilidad. Eso es más que la mera continuidad. Es aquella continuidad que inspira confianza porque produce un entorno estable a lo largo del tiempo.
Los Gobiernos de Galicia y Euskadi han proporcionado una estabilidad basada en no agravar la división social y la fragmentación política; y en respetar el pactismo.
El lehendakari Urkullu ha practicado ese pactismo a ultranza. Internamente, con una alianza sostenible: el PSE. Simétrica, aunque voluntariamente, hacia el Gobierno central. El presidente Feijóo ha proclamado las bondades pactistas, contra l...
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Gallegos y vascos han votado estabilidad. Eso es más que la mera continuidad. Es aquella continuidad que inspira confianza porque produce un entorno estable a lo largo del tiempo.
Los Gobiernos de Galicia y Euskadi han proporcionado una estabilidad basada en no agravar la división social y la fragmentación política; y en respetar el pactismo.
El lehendakari Urkullu ha practicado ese pactismo a ultranza. Internamente, con una alianza sostenible: el PSE. Simétrica, aunque voluntariamente, hacia el Gobierno central. El presidente Feijóo ha proclamado las bondades pactistas, contra la estrategia disruptiva de su partido, al aplaudir la coalición entre la democracia cristiana y la socialdemocracia alemanas.
Es exactamente el ideario inverso al manual que siguen el president Torra y buena parte de su Govern. El nacionalismo vasco logra competencias, recursos y decisiones que amplían su mayoría social apoyando al Gobierno central, o fijando condiciones claras para hacerlo así en votaciones clave.
Hace tiempo que el presidente de la Generalitat practica lo contrario: lo fustiga en una abierta estrategia de confrontación. De enfrentamiento. Mientras ignora a más de media población. Si se ultima una mesa de diálogo Barcelona-Madrid, la prepara con los grupos secesionistas. O agrede verbalmente a los nuevos rivales soberanistas del Partit Nacionalista de Marta Pascal, acusándoles de “lealtad a España” (sic).
Más que un Gobierno, Torra preside una agonía, que acaba afectando a todos. Sus consejeros, de ERC y de Junts, se pelean entre sí, día sí, día también: sobre la mesa de diálogo, sobre las residencias de ancianos, sobre las votaciones del Congreso, sobre las (presuntas) corrupciones de Laura Borràs y su reflejo en TV-3... Pero no solo impone el enfrentamiento a su Ejecutivo. Lo extiende a las demás instituciones y a la sociedad que en teoría gobierna.
Adopta resoluciones a sabiendas de que son ilegales —el uso sectario de símbolos en los edificios públicos— o amaga contra resoluciones judiciales, como sucede ahora mismo con el confinamiento de Lleida.
Hace campaña partidista diaria durante el estado de alarma contra los errores reales o inventados del Gobierno central, y se revela incapaz de combatir el contagio en la desescalada; sin rastreadores; sin equipos; sin asignación de sanitarios de urgencia; con rebrotes entre los mismos ancianos de las residencias antes afectadas.
Reclama el doctorado de la independencia cuando la recentralización y ni siquiera aprueba el bachillerato de las competencias autonómicas en la posalarma.
Colofón: llama a la empresa a insubordinarse contra Madrid (“siempre me ha sorprendido que la clase empresarial catalana no se rebele”, arguye) y promete subvencionar (2,5 millones) a las Cámaras afectas.
Un dirigente que divide a sus conciudadanos y les provoca más problemas de los que les resuelve es un lastre. Dañino.