¿Parezco indígena? O la elección de la identidad
El menú de las identidades está servido, diseñado y controlado por los sistemas que establecen los contrastes y operan más allá de nuestras voluntades
La identidad es un concepto con el que siempre me he relacionado de manera compleja. Mi pertenencia a un pueblo indígena supone que el tema sea para mí casi un tópico obligado. Hay casi siempre una suposición que dicta que las personas que pertenecemos a un pueblo indígena tenemos una identidad fortalecida. Muchas veces he escuchado que, a diferencia de la población urbana y mestiza, los indígenas sí tenemos una identidad fuerte porque conservamos costumbres, tradiciones, vestimenta propia y otros elementos culturales identitarios. Por contraste, se dice que las personas que se adaptan a las c...
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La identidad es un concepto con el que siempre me he relacionado de manera compleja. Mi pertenencia a un pueblo indígena supone que el tema sea para mí casi un tópico obligado. Hay casi siempre una suposición que dicta que las personas que pertenecemos a un pueblo indígena tenemos una identidad fortalecida. Muchas veces he escuchado que, a diferencia de la población urbana y mestiza, los indígenas sí tenemos una identidad fuerte porque conservamos costumbres, tradiciones, vestimenta propia y otros elementos culturales identitarios. Por contraste, se dice que las personas que se adaptan a las costumbres mestizas pierden su identidad. Estas aseveraciones siempre me parecen problemáticas pues implican que las personas urbanas y mestizas carecen de identidad, que es posible quedarse sin identidad o que algunas personas del mundo tenemos identidades más fuertes que otras, estas afirmaciones implican que las personas que no pertenecen a pueblos indígenas carecen de costumbres, tradiciones, vestimenta propia o elementos culturales que los identifiquen como parte de un colectivo. La naturaleza de mi incomodidad con estos discursos identitarios tiene que ver también con que el peso de la diferencia se carga hacia los pueblos indígenas mientras que otras poblaciones se toman como medida de la norma, lo no exótico, lo no marcado, en pocas palabras, lo normal. De ahí que hace posible que alguien me pregunte si voy a ponerme traje “típico” o vestirme “normal”. Normal significa occidental. Si volteamos la mirada podemos darnos cuenta que aquello que se califica de “normal” o con identidad débil solo es una manifestación más de aspectos culturales de una tradición específica.
Recuerdo con claridad la crítica de un amigo mío que, refiriéndose a la vestimenta de las mujeres tzotziles, decía que le parecía muy bella pero que se preguntaba si esas mujeres no se cansaban de vestirse de la misma manera todos los días. Lo decía alguien que casi todos los días de su vida vestía playeras y jeans. Además, la mirada homogeneizante de mi amigo no podía ver que las diferencias en color y elementos entre cada una de las blusas tradicionales de las mujeres tzotziles. Si cambiamos de perspectiva la mirada etnográfica que construye al otro, nos daríamos cuenta que las playeras y los jeans constituyen el traje “típico” de una buena parte de la población masculina en la cultura occidental y que el traje y la corbata es el traje de gala que utilizan para ocasiones formales. Desde este punto de vista, podría parecer muy exótico el uso de esa prenda llamada “corbata” cuya utilidad es bastante sospechosa, pero parece tener una función social definida. La población no indígena no vive desnuda, su vestimenta y los procesos de producción de ésta dan para una interesante descripción etnográfica. Del mismo modo, podríamos describir los rituales mediante los cuales se establecen las alianzas de matrimonio que implican la entrega de un anillo con una roca brillante que se considera un objeto muy valioso, según algunos informantes este anillo debe costar lo equivalente a tres meses del salario de quien lo entrega. Las personas que no pertenecen a pueblos indígenas o sectores exotizados desde una supuesta cultura “normal” también poseen vestimenta, ejecutan rituales propios, tradiciones y costumbres. Todas las sociedades humanas las tienen. La diferencia está en otra parte, en quien tiene el poder de narrar a los otros, de quien tiene el poder de constituir la otredad.
En este sentido, la identidad no solo está constituida por nuestras características. Aventuro así una definición de identidad: entiendo identidad como el subconjunto de rasgos de una persona o colectivo que establece contrastes. Dentro del conjunto de características que yo poseo está el de ser terrícola, es innegable que lo soy, es una característica mía, sin embargo, ese rasgo innegable de mi persona no forma parte de mi identidad porque no establece contraste. Repito siempre que, en el contexto de una colonización marciana, el rasgo “terrícola” se volvería un rasgo contrastante: se hablaría de la medicina terrícola, de las lenguas terrícolas y las costumbres terrícolas por más que, dentro del mundo terrícola, haya diferencias lingüísticas y culturales tan profundas. El rasgo terrícola se volvería un rasgo identitario, un rasgo contrastante. En un contexto de opresión es posible que la resistencia enarbolara símbolos como himnos y banderas terrícolas.
Algo semejante ocurre con la categoría indígena, racializada y homogeneizada se constituye como un rasgo cultural e identitario cuando se trata en realidad de una categoría política. Ser indígena significa pertenecer a una de las naciones del mundo que sufrió colonización y que, además, no conformó un Estado propio en los procesos de creación de los Estados modernos actuales, una nación que, sin ser consultada, quedó encapsulada dentro de los Estados que crearon minorías con poder, estos Estados además han combatido la existencia de estas naciones. Ser indígena es formar parte de una nación sin Estado. Así que además de ser mixe soy indígena. Soy también una mujer. Durante un tiempo, varios amigos y yo deseábamos dejar de usar la categoría indígena como un rasgo que nos definiera, “soy mixe, no indígena” repetimos muchas veces, pero pronto nos dimos cuenta que no basta con dejar de enunciar la opresión para que deje de existir y de operar. No basta con dejar de llamarnos indígenas para que la racialización, exotización y opresión que implica tal categoría dejen de existir. No se trata entonces de elegir simplemente una identidad. El menú de las identidades está servido, diseñado y controlado por los sistemas que establecen los contrastes. Muchos de estos contrastes se crean desde sistemas de poder y operan más allá de nuestras voluntades y adscripciones. El hecho de que alguien pertenezca al conjunto de las personas que tienen el lóbulo de la oreja unido y no separado es un rasgo físico como lo es el hecho del color de la piel (relacionado con la cantidad de melanina en ella que es gradual), sin embargo, el sistema de poder que racializa no lee la característica del lóbulo, lee el color de la piel y con base en ello asigna jerarquías. La racialización jerarquiza los rasgos físicos, ni siquiera los lee todos sino solo un subconjunto de ellos. El contraste creado por la lectura que el sistema racista hace de ciertas características físicas para ejercer una opresión sistémica sirve el menú de las identidades por la creación y el control de los contrastes.
Entonces, creer que las identidades se pueden describir y elegir fuera de los sistemas de opresión y que obedecen sólo a elecciones personales pueden llevar a situaciones peculiares. Hace unos años, en 2011, para ser más específica, se desató una polémica por un caso que pone en la mesa de discusión temas complejos que son fundamentales en la discusión sobre los discursos acerca de las identidades y la manera en la que éstos se inscriben en las estructuras colonialistas, capitalistas y patriarcales. La polémica se desató por el caso de Rachel Dolezal en los Estados Unidos, una mujer que se identificaba como afrodescendiente y que había desarrollado una importante carrera en el activismo en este campo, incluso había tomado un rol importante dentro de la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color. Por distintas razones, sus padres decidieron dar a conocer que Rachel Dolezal era caucásica en realidad y que su ascendencia no incluía a personas que hubieran sido traídas por la fuerza desde diversos lugares del continente africano para ser esclavizados en este continente. Sus padres negaron que ella fuera afrodescendiente y para probarlo, mostraron fotografías de Dolezal en la juventud en las que aparecía con el pelo rubio y un tono de piel que contrastaba con su imagen actual. Para ser leída como afrodescendiente, Dolezal había transformado su cabello y había oscurecido su piel en algunos grados. Entre las muchas cosas que dijo en su defensa una vez que se desató el escándalo fue que ella se identificaba como afrodescendiente, aunque había nacido como blanca, es decir, se consideraba una mujer transracial. El proceso de las personas transraciales incluso fue equiparada por los defensores de Dolezal como equivalente al proceso de las personas transgénero. Las respuestas a las declaraciones de Dolezal no se hicieron esperar, muchas voces enfatizaron que, si solo se tratara de un asunto de elegir identidades, las personas afrodescendientes podrían evitar la brutalidad policiaca diciendo simplemente: “no disparen, yo me identifico como una persona blanca, nací con la piel oscura, pero me identifico como blanco”. La identificación con una categoría identitaria no desarticula por sí misma la opresión que generan esas categorías.
Toda esa polémica se enmarcó en las características peculiares con las que administran políticamente las identidades en Estados Unidos y en su propia historia. En un contexto como el de este país en el que una gran parte de la población proviene de población desindigenizada por el proyecto estatal pero que se enuncia mestizo, identificarse como indígena entraña varias complejidades con características propias. La categoría indígena es una categoría política como se describió antes, pero no podemos obviar que se encuentra racializada. A diferencia de enunciarse mixe, zapoteco o rarámuri, adscribirse indígena implica reconocerse en una categoría identitaria creada desde los sistemas de opresión coloniales y estatales pero que, no por ignorar, deja de existir. Enunciarse indígena se verbaliza también con una palabra que se creó y es propia de ciertas lenguas, el léxico para describir identidades en mi idioma materno es muy distinto, por mencionar un ejemplo. ¿Cuáles son las implicaciones de enunciarse indígena cuando no se comparten las opresiones racializantes, las opresiones lingüísticas o las opresiones estructurales y políticas que esta categoría conlleva? En un ejercicio interesante, una persona conocida mostró en sus redes sociales fotografías de su abuela enfatizando su color de piel oscura para demostrar que ella, como nieta, era también indígena. La acción revela que el color de piel es un rasgo racializado asociado a la categoría indígena, pero al usar ese criterio refuerza la racialización. Las personas que se identifican como mestizas, pero cuyos cuerpos son leídos como indígenas con base en el color de su piel y de otras características físicas, comparten la racialización que la categoría indígena sufre, aunque no se identifiquen con un pueblo indígena en concreto: mixe, zoque o mixteco. “Pareces indígena” les espeta el sistema racista. Sin embargo, esta persona puede no experimentar las opresiones lingüísticas, territoriales y políticas que los pueblos indígenas sufren además de la racialización. La categoría indígena, insisto, es una categoría política pero no podemos obviar que esté racializada. En muchas ocasiones, el sistema que niega y desprecia aquello que se lee como indígena glorifica alguno de sus aspectos cuando puede comercializarlos o utilizarlos para su disfrute por medio de la floclorización o de la apropiación indebida de ciertos elementos culturales.
Las identidades entonces están tejidas en un entramado de contrastes que se administran desde sistemas de poder. Si sientes que tu identidad no es fuerte probablemente se deba a que perteneces a una categoría privilegiada que establece la norma desde la cual contrastan los demás. Sin embargo, en cuanto un nuevo sistema de opresión provee un sistema de contrastes distinto, se revela que la identidad estaba ahí: de pronto una persona urbana y mestiza contrasta como mexicano en Estados Unidos. Mientras que en la Ciudad de México esa persona puede sentir que su identidad no es fuerte, en el nuevo contexto ser mexicano se revela como un rasgo contrastante que además se encuentra racializado y politizado. La adscripción de las identidades no es solo un asunto de elección personal, hablar de identidades se convierte entonces en un asunto profundamente político mediante el cual los grandes sistemas de opresión jerarquizan el mundo. El patriarcado, el colonialismo y el capitalismo están operando todo el tiempo detrás de la elección, aparentemente personal, de identidades políticas, de género, de clase, o de raza. Nada es neutral, los dados, de antemano, están cargados. El menú está determinado de antemano.