Lecciones del Informe Pisa: la hora de cambiar en México
Tanto el próximo gobierno federal como las autoridades estatales deberán hacer de la educación de calidad su más alta prioridad y eso no se logrará con las mismas políticas y la destrucción sistemática de estos años
Probablemente desde la década de los años noventa del siglo pasado, en buena parte del mundo (en especial en los países emergentes) se han emprendido reformas educativas con diversos diseños, alcances y perfiles, pero con el objetivo común de querer mejorar los aprendizajes de niños y jóvenes, prepararlos para competir mejor y elevar los niveles de equidad e inclusión. Desde el punto de vista teórico, la formulación e instrumentación de las política...
Probablemente desde la década de los años noventa del siglo pasado, en buena parte del mundo (en especial en los países emergentes) se han emprendido reformas educativas con diversos diseños, alcances y perfiles, pero con el objetivo común de querer mejorar los aprendizajes de niños y jóvenes, prepararlos para competir mejor y elevar los niveles de equidad e inclusión. Desde el punto de vista teórico, la formulación e instrumentación de las políticas adecuadas que produzcan ese resultado parece no tener mayor controversia —en la medida de que se trata de un bien público compartido—, se cuenta con mayor información y evidencia técnica de lo que sí funciona y de lo que no —en especial en el campo de la pedagogía y la didáctica—, la investigación especializada es creciente y los padres de familia, aun con reacciones ambiguas, asumen que la educación es buena para la vida de sus hijos.
Sin embargo, sobre todo en América Latina y el Caribe, los progresos educativos —medidos a través de las distintas evaluaciones internacionales, del impacto real sobre las tasas de crecimiento económico o del incremento de la innovación y la productividad— han sido lentos y desiguales pero nadie discute que la formación, el desarrollo y la multiplicación del capital humano a través de una educación de calidad han sido y son factores decisivos para el progreso real, incluyente, sostenido y equitativo de los países. Para que ello arroje resultados las transformaciones necesitan tiempo y a veces largo. El problema es que algunos países, en lugar de cuidar al niño, lo tiraron junto con el agua y la bañera. Ese fue el caso de México y, por tanto, como afirmara en su día Pablo Latapí, el santón de la investigación educativa, es “evidente la convicción de que ha llegado la hora de cambiar”. Veamos.
Durante la campaña presidencial de 2018, la coalición opositora (partidos Morena, Verde y del Trabajo) ofreció “cancelar” la reforma educativa de la administración Peña Nieto —”una de las más interesantes y serias jamás emprendidas” en México según la calificó el primer subsecretario de Educación Básica del gobierno actual— con el objetivo inicial de coludirse sobre todo con la delincuencia magisterial que por décadas había controlado (y controla) los servicios educativos de estados como Chiapas, Guerrero, Michoacán y Oaxaca, así como en porciones de la ciudad de México, con la promesa de devolverles sus viejos privilegios: tráfico de plazas docentes, negocios con la producción de libros de texto locales, colonización de las secretarías educativas estatales, conceptos de pago discrecionales, y nula exigencia de calidad a los docentes en ejercicio, entre otras cosas.
Una vez que inició, el gobierno eliminó en efecto las evaluaciones de logros de aprendizaje de los niños y las de desempeño de los maestros, introdujo la simulación en las modalidades de ingreso a la carrera docente, y abrió la puerta para que nuevamente el SNTE secuestrara la gestión educativa en distintas entidades federativas, como lo hizo por décadas antes de la reforma educativa. El resultado, bastante claro a estas alturas, es que la educación proporcionada ahora a los niños de México en las escuelas públicas (89% en el nivel básico) vive una situación trágica que, de no ser detenida y revertida, puede convertirse en una catástrofe de consecuencias incalculables.
Empecemos por recordar que el objetivo más importante de una educación de calidad es asegurar que los niños aprendan y que lo aprendido les sirva para su trayectoria laboral, profesional y vital. Para que eso suceda, es necesario articular de manera virtuosa un ecosistema compuesto por un buen modelo educativo; planes y programas efectivos; docentes profesionales y de calidad; una gestión de los servicios moderna y ágil; recursos didácticos, físicos, presupuestales y tecnológicos suficientes y eficientes; padres de familia comprometidos; una sociedad civil activa, y, desde luego, la capacidad y el esfuerzo del alumnado. Veamos qué pasó en México hasta 2018 y cómo está ahora en tres de esos factores cruciales.
El primero de ellos es que el país contaba con un modelo educativo avanzado y de excelencia, cuyos propósitos principales eran ofrecer una formación integral; desarrollar competencias y habilidades; adquirir conocimientos y sembrar valores. Enfatizó también incorporar la autonomía curricular y la educación socioemocional, reducir los temas y contenidos innecesarios y dirigirse hacia los aprendizajes clave, e insertar como eje horizontal la inclusión y la equidad. Ahora, el gobierno decidió echar por la borda ese esfuerzo en que participaron decenas de miles de actores educativos y los mejores especialistas mexicanos en distintas ramas, y cambiar una propuesta educativa basada en evidencia por una lógica ideológica que sirve para todo menos para que los niños aprendan.
El primer titular de la SEP se inventó un engendro llamado “nueva escuela mexicana”, que jamás fue lo uno ni lo otro, aduciendo que ésta era para contraponerse al “espíritu individualista y consumista del neoliberalismo, a la formación utilitaria e instrumentalista y a mirar a los individuos solamente como engranes fríos del sistema de producción”. De esa irresponsabilidad pedagógica surgieron, entre otras cosas, los nuevos libros de texto, cuya evaluación crítica ya ha sido bien documentada, y que, a juicio de los expertos más serios, son un fracaso académico, técnico e histórico en toda regla que dañará a los niños y escuelas que los usen. En suma, esa presunta nueva escuela regresó a la verborrea demencial que se usó en el México de los años setenta, una retahíla de clichés que nada tiene que ver con la educación de calidad que demanda el siglo XXI.
En segundo lugar, la reforma educativa del sexenio pasado creó un genuino servicio profesional docente para el ingreso, la promoción y la permanencia de los maestros en la carrera. Entre 2014 y 2018, participaron 1,6 millones de personas con licenciatura en concursos de oposición y en evaluaciones de desempeño transparentes, exigentes y meritocráticas, por medio de las cuales entraron al servicio o lograron su ascenso, de acuerdo con las calificaciones obtenidas y las vacantes disponibles, casi 242.000, lo que quiere decir que obtuvieron su plaza o su nombramiento como directores y supervisores los mejores aspirantes.
Ahora, el gobierno decidió “basificar”, que es el eufemismo con que se denomina la entrega de plazas sin ningún filtro de calidad ni verdadera competencia, a 886.000 personas que realizan tareas aparentemente educativas, ya sea como maestros o como personal administrativo. Relacionado con este hecho, un informe de MEJOREDU, una dependencia de la SEP, admitió que actualmente hay 155.000 personas que realizan funciones docentes sin tener un título profesional que los habilite para ello; esto quiere decir que casi el 11% de los maestros de educación básica en México carece de esa acreditación mientras que en otros países, Chile por ejemplo, esa condición la tiene solo el 1% del magisterio en activo.
La suma de estas decisiones probablemente explica que, de acuerdo con la reciente prueba PISA 2022, el 31% de los estudiantes en México estaban en centros cuyo director informó que la capacidad de la escuela para brindar instrucción se ve obstaculizada por la falta de personal docente y el 18% porque el personal docente es “inadecuado o mal calificado”. En 2018, las proporciones correspondientes fueron del 25% y el 9%, respectivamente.
En tercer término, en el sexenio pasado se estableció el Plan Nacional de Evaluación de los Aprendizajes, un mecanismo indispensable para saber si los niños están aprendiendo o no en áreas esenciales de su formación. Gracias a los incentivos positivos que ese instrumento introdujo y a su utilidad diagnóstica, entre 2015 y 2017, en el caso de secundaria, 11 estados del país mejoraron en lenguaje y comunicación y 18 en matemáticas, con puntajes estadísticamente significativos. Ahora, el desempeño de los niños ha empeorado dramáticamente.
Según el Banco Mundial, del 57% de los niños que padecían “pobreza de aprendizajes” -que es cuando un niño de 10 años no puede leer ni entender un texto simple- pasamos a nivel global al 70% por los factores preexistentes, la pandemia y la cancelación de buenas políticas nacionales; en el caso de México, ese porcentaje podría haber aumentado adicionalmente en 25% en los niños de familias de bajos ingresos y 15% en los de altos ingresos. Y en septiembre de 2023, MEJOREDU presentó su Evaluación Diagnóstica para las Alumnas y los Alumnos de Educación Básica que confirma que en lectura, matemáticas y formación cívica y ética, los alumnos mexicanos desde segundo de primaria hasta tercero de secundaria solo aciertan en las pruebas entre 42% y 46% de los reactivos en promedio. Es decir, están reprobados.
Analizada en perspectiva esta secuencia, era relativamente lógico esperar malos resultados de PISA 2022, que no son atribuibles por cierto, como el propio informe de la OCDE sugiere, solo a la pandemia, ni tampoco derivan de aspectos técnicos en la aplicación de la prueba o de los datos arrojados, los cuales cumplieron satisfactoriamente con los más altos estándares de rigor y calidad. Tampoco se puede descalificar a la prueba PISA por razones ideológicas porque el propio gobierno reconoce sus resultados como indicador relevante en su programa sectorial educativo.
En México, el 34% de los estudiantes alcanzó el nivel 2 o superior (de 6) de competencia en matemáticas, significativamente menor al promedio de los países de la OCDE que es de 69%, y muy lejos del 85% de los estudiantes de Singapur, Macao, Japón, Taiwan, Hong Kong o Estonia que lograron los mejores puntajes entre todos los países incluidos. En lectura, alrededor del 53% de los estudiantes alcanzaron el Nivel 2 o superior frente a un 74% promedio de la OCDE y en ciencias pasó lo mismo: en torno al 49% de los estudiantes mexicanos alcanzaron el Nivel 2 o superior mientras que el promedio OCDE fue de 76%. En conclusión, entre los 81 países y economías participantes, México quedó, en matemáticas y ciencia, en la posición número 57, y en lectura, 49.
La situación actual de la educación en México, a la cual también ha contribuido, justo es decirlo, la complicidad o por lo menos el desinterés de buena parte de los gobiernos estatales, no admite paliativos ni justificaciones: es una tragedia que, de no mitigarse ahora y empezar a revertirla, será una catástrofe con un impacto muy negativo y doloroso en el abandono escolar y la pobreza de aprendizajes de esos niños que estarán muy probablemente condenados a tener menos oportunidades a lo largo de su vida, y padecerán, y con ellos la sociedad en su conjunto, otros efectos en inseguridad, delincuencia, desintegración familiar, pobreza, en suma, desigualdad y exclusión.
Tanto el próximo gobierno de México como las autoridades estatales deberán hacer de la educación de calidad su más alta prioridad y eso no se logrará con las mismas políticas y la destrucción sistemática de estos años.
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